Archive for the Cuentos de Edgar Allan Poe Category

El Gato Negro – Edgar Allan Poe

Posted in Cuentos de Edgar Allan Poe on 17 junio, 2009 by halloweenpoetico


No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque
simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando
mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que
esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi
propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin
comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos
episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido.
Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros
resultarán menos espantosos que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá
alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una
inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de
ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar sucesión de
causas y efectos naturales.

Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad
de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a
convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban especialmente
los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba a su
lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que cuando les daba
de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando
llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de placer.
Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no
necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la
retribución que recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal
que llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la
falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.

Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa
compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los animales domésticos,
no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos. Teníamos
pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato.

Este último era un animal de notable tamaño y hermosura,
completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su
inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía con
frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son
brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo
menciono la cosa porque acabo de recordarla.

Plutón -tal era el nombre del gato- se había convertido
en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me seguía por todas
partes en casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de mí en la calle.

Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los
cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron
radicalmente por culpa del demonio. Intemperancia. Día a día me fui volviendo
más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué,
incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle
violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio
de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia
Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de
maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando,
por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad,
empero, se agravaba -pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?-, y
finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo,
empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.

Una noche en que volvía a casa completamente embriagado,
después de una de mis correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi
presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió
ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una furia demoníaca y ya no
supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de golpe de mi
cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada
fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí
mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice
saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable
atrocidad.

Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube
disipado en el sueño los vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror se
mezclaba con el remordimiento ante el crimen cometido; pero mi sentimiento era
débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en los
excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.

El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la
órbita donde faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero el animal no
parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa, aunque, como es
de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua
manera de ser para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que
alguna vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a
la irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el
espíritu de la perversidad. La filosofía no tiene en cuenta a este
espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la
perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano, una de las
facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que dirigen el
carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en
momentos en que cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de que no
debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta
descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la
Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se presentó, como
he dicho, en mi caída final. Y el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse
a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me
incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había infligido a
la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el
pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas
manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo
ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que no
me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo,
cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla -si
ello fuera posible- más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios
más misericordioso y más terrible.

La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel
acción me despertaron gritos de: "¡Incendio!" Las cortinas de mi cama eran una
llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar
de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis
bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que resignarme a la
desesperanza.

No incurriré en la debilidad de establecer una relación
de causa y efecto entre el desastre y mi criminal acción. Pero estoy detallando
una cadena de hechos y no quiero dejar ningún eslabón incompleto. Al día
siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las paredes se
habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de poco
espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la
cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego,
cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido
frente a la pared y varias personas parecían examinar parte de la misma con gran
atención y detalle. Las palabras "¡extraño!, ¡curioso!" y otras similares
excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en la blanca superficie, grabada
como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco gato. El contorno
tenía una nitidez verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del
pescuezo del animal.

Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla
otra cosa- me sentí dominado por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino
luego en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la
casa. Al producirse la alarma del incendio, la multitud había invadido
inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y tirar al gato en mi
habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en
esa forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi
crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de
las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que acababa de ver.

Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que
no mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocurrido impresionó
profundamente mi imaginación. Durante muchos meses no pude librarme del fantasma
del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento informe que se
parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de lamentar la pérdida del
animal y buscar, en los viles antros que habitualmente frecuentaba, algún otro
de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar.

Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una
taberna más que infame, reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los
enormes toneles de ginebra que constituían el principal moblaje del lugar.
Durante algunos minutos había estado mirando dicho tonel y me sorprendió no
haber advertido antes la presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y
la toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y
absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo
blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida
mancha blanca que le cubría casi todo el pecho.

Al sentirse acariciado se enderezó prontamente,
ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció encantado de mis
atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que precisamente andaba
buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me contestó que el
animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni sabía nada de él.

Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a
volver a casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme. Le permití que lo
hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y acariciarlo. Cuando
estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el gran
favorito de mi mujer.

Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía
hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que había anticipado,
pero -sin que pueda decir cómo ni por qué- su marcado cariño por mí me
disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga
creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal;
un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban
maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima
de cualquier violencia; pero gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo
con inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si
fuera una emanación de la peste.

Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue
descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual
que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la que lo hizo más
grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos
humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la fuente de mis
placeres más simples y más puros.

El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo
grado que mi aversión. Seguía mis pasos con una pertinencia que me costaría
hacer entender al lector. Dondequiera que me sentara venía a ovillarse bajo mi
silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a
caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o bien clavaba
sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En
esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado
por el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo -quiero confesarlo ahora
mismo- por un espantoso temor al animal.

Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y,
sin embargo, me sería imposible definirlo de otra manera. Me siento casi
avergonzado de reconocer, sí, aún en esta celda de criminales me siento casi
avergonzado de reconocer que el terror, el espanto que aquel animal me
inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas quimeras que sería
dado concebir. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre la
forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la única
diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará
que esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio de forma
indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón luchó
durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo un
contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me estremezco al
nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del monstruo si
hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa
atroz, siniestra…, ¡la imagen del patíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible
máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!

Me sentí entonces más miserable que todas las miserias
humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante había yo destruido
desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan insoportable angustia en un
hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya
gozar de la bendición del reposo! De día, aquella criatura no me dejaba un
instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños,
para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso
-pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme- apoyado
eternamente sobre mi corazón.

Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo
poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi
intimidad; los más tenebrosos, los más perversos pensamientos. La melancolía
habitual de mi humor creció hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo que
me rodeaba y de la entera humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba,
llegó a ser la habitual y paciente víctima de los repentinos y frecuentes
arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba.

Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó
al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato
me siguió mientras bajaba la empinada escalera y estuvo a punto de tirarme
cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando
en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían detenido mi mano,
descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo
alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por
su intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí
el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.

Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y
con toda sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible
sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr el riesgo de que algún
vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé
en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una
tumba en el piso del sótano. Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al
pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercadería
común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin,
di con lo que me pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el
sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus
víctimas.

El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros
eran de material poco resistente y estaban recién revocados con un mortero
ordinario, que la humedad de la atmósfera no había dejado endurecer. Además, en
una de las paredes se veía la saliencia de una falsa chimenea, la cual había
sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a
dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y
tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo
sospechoso.

No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los
ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo
contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo
la mampostería en su forma original. Después de procurarme argamasa, arena y
cerda, preparé un enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué
cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de que
todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada.
Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno,
triunfante, y me dije: "Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano".

Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia
causante de tanta desgracia, pues al final me había decidido a matarla. Si en
aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado
sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi
primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor.
Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la
ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella
noche, y así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y
tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi alma.

Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no
volvía. Una vez más respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había
huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de una
suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba muy poco. Se
practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó mucho responder.
Incluso hubo una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se descubrió
nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.

Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se
presentó inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección.
Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve
inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron
hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al
sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía
tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado
al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba
tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban completamente satisfechos
y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado grande para
reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba
de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.

-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la
escalera-, me alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad
y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy
bien construida… (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con naturalidad,
casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que es una casa de excelente
construcción. Estas paredes… ¿ya se marchan ustedes, caballeros?… tienen una
gran solidez.

Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé
fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado
tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón.

¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del
archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió
desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo,
semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse
en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un
clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber
brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los
demonios exultantes en la condenación.

Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa
de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo
de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una docena de
robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy
corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los
espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de
fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al
asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al
monstruo en la tumba!

Descenso al Maelstrón – Edgar Allan Poe

Posted in Cuentos de Edgar Allan Poe on 17 junio, 2009 by halloweenpoetico

Los caminos de Dios en la naturaleza y
en la providencia no son como nuestros caminos; y nuestras obras no pueden
compararse en modo alguno con la vastedad, la profundidad y la inescrutabilidad
de Sus obras, que contienen en sí mismas una profundidad mayor que la del pozo
de Demócrito.
Joseph Glanvill

Habíamos alcanzado la cumbre del despeñadero más elevado.
Durante algunos minutos, el anciano pareció demasiado fatigado para hablar.

-Hasta no hace mucho tiempo -dijo, por fin- podría
haberlo guiado en este ascenso tan bien como el más joven de mis hijos. Pero,
hace unos tres años, me ocurrió algo que jamás le ha ocurrido a otro mortal…
o, por lo menos, a alguien que haya alcanzado a sobrevivir para contarlo; y las
seis horas de terror mortal que soporté me han destrozado el cuerpo y el alma.
Usted ha de creerme muy viejo, pero no lo soy. Bastó algo menos de un día para
que estos cabellos, negros como el azabache, se volvieran blancos; debilitáronse
mis miembros, y tan frágiles quedaron mis nervios, que tiemblo al menor esfuerzo
y me asusto de una sombra. ¿Creerá usted que apenas puedo mirar desde este
pequeño acantilado sin sentir vértigo?

El «pequeño acantilado», a cuyo borde se había tendido a
descansar con tanta negligencia que la parte más pesada de su cuerpo sobresalía
del mismo, mientras se cuidaba de una caída apoyando el codo en la resbalosa
arista del borde; el «pequeño acantilado», digo, alzábase formando un precipicio
de negra roca reluciente, de mil quinientos o mil seiscientos pies, sobre la
multitud de despeñaderos situados más abajo. Nada hubiera podido inducirme a
tomar posición a menos de seis yardas de aquel borde. A decir verdad, tanto me
impresionó la peligrosa postura de mi compañero que caí en tierra cuan largo
era, me aferré a los arbustos que me rodeaban y no me atreví siquiera a mirar
hacia el cielo, mientras luchaba por rechazar la idea de que la furia de los
vientos amenazaba sacudir los cimientos de aquella montaña. Pasó largo rato
antes de que pudiera reunir coraje suficiente para sentarme y mirar a la
distancia.

-Debe usted curarse de esas fantasías -dijo el guía-, ya
que lo he traído para que tenga desde aquí la mejor vista del lugar donde
ocurrió el episodio que mencioné antes… y para contarle toda la historia con
su escenario presente.

“Nos hallamos -agregó, con la manera minuciosa que lo
distinguía-, nos hallamos muy cerca de la costa de Noruega, a los sesenta y ocho
grados de latitud, en la gran provincia de Nordland, y en el distrito de
Lodofen. La montaña cuya cima acabamos de escalar es Helseggen, la Nebulosa.
Enderécese usted un poco… sujetándose a matas si se siente mareado… ¡Así!
Mire ahora, más allá de la cintura de vapor que hay debajo de nosotros, hacia el
mar.”

Miré, lleno de vértigo, y descubrí una vasta extensión
oceánica, cuyas aguas tenían un color tan parecido a la tinta que me recordaron
la descripción que hace el geógrafo nubio del Mare Tenebrarum. Ninguna
imaginación humana podría concebir panorama más lamentablemente desolado. A
derecha e izquierda, y hasta donde podía alcanzar la mirada, se tendían, como
murallas del mundo, cadenas de acantilados horriblemente negros y colgantes,
cuyo lúgubre aspecto veíase reforzado por la resaca, que rompía contra ellos su
blanca y lívida cresta, aullando y rugiendo eternamente. Opuesta al promontorio
sobre cuya cima nos hallábamos, y a unas cinco o seis millas dentro del mar,
advertíase una pequeña isla de aspecto desértico; quizá sea más adecuado decir
que su posición se adivinaba gracias a las salvajes rompientes que la envolvían.
Unas dos millas más cerca alzábase otra isla más pequeña, horriblemente
escarpada y estéril, rodeada en varias partes por amontonamientos de oscuras
rocas.

En el espacio comprendido entre la mayor de las islas y
la costa, el océano presentaba un aspecto completamente fuera de lo común. En
aquel momento soplaba un viento tan fuerte en dirección a tierra, que un
bergantín que navegaba mar afuera se mantenía a la capa con dos rizos, en la
vela mayor, mientras la quilla se hundía a cada momento hasta perderse de vista;
no obstante, el espacio a que he aludido no mostraba nada que semejara un oleaje
embravecido, sino tan sólo un breve, rápido y furioso embate del agua en todas
direcciones, tanto frente al viento como hacia otros lados. Tampoco se advertía
espuma, salvo en la proximidad inmediata de las rocas.

-La isla más alejada -continuó el anciano- es la que los
noruegos llaman Vurrgh. La que se halla a mitad de camino es Moskoe. A una milla
al norte verá la de Ambaaren. Más allá se encuentran Islesen, Hotholm,
Keildhelm, Suarven y Buckholm. Aún más allá -entre Moskoe y Vurrgh- están
Otterholm, Flimen, Sandflesen y Stockholm. Tales son los verdaderos nombres de
estos sitios; pero… ¿qué necesidad había de darles nombres? No lo sé, y
supongo que usted tampoco… ¿Oye alguna cosa? ¿Nota algún cambio en el agua?

Llevábamos ya unos diez minutos en lo alto del Helseggen,
al cual habíamos ascendido viniendo desde el interior de Lofoden, de modo que no
habíamos visto ni una sola vez el mar hasta que se presentó de golpe al arribar
a la cima. Mientras el anciano me hablaba, percibí un sonido potente y que
crecía por momentos, algo como el mugir de un enorme rebaño de búfalos en una
pradera norteamericana; y en el mismo momento reparé en que el estado del océano
a nuestros pies, que correspondía a lo que los marinos llaman picado, se estaba
transformando rápidamente en una corriente orientada hacía el este. Mientras la
seguía mirando, aquella corriente adquirió una velocidad monstruosa. A cada
instante su rapidez y su desatada impetuosidad iban en aumento. Cinco minutos
después, todo el mar hasta Vurrgh hervía de cólera incontrolable, pero donde esa
rabia alcanzaba su ápice era entre Moskoe y la costa. Allí, la vasta superficie
del agua se abría y trazaba en mil canales antagónicos, reventaba bruscamente en
una convulsión frenética -encrespándose, hirviendo, silbando- y giraba en
gigantescos e innumerables vórtices, y todo aquello se atorbellinaba y corría
hacia el este con una rapidez que el agua no adquiere en ninguna otra parte,
como no sea el caer en un precipicio.

En pocos minutos más, una nueva y radical alteración
apareció en escena. La superficie del agua se fue nivelando un tanto y los
remolinos desaparecieron uno tras otro, mientras prodigiosas fajas de espuma
surgían allí donde antes no había nada. A la larga, y luego de dispersarse a una
gran distancia, aquellas fajas se combinaron unas con otras y adquirieron el
movimiento giratorio de los desaparecidos remolinos, como si constituyeran el
germen de otro más vasto. De pronto, instantáneamente, todo asumió una realidad
clara y definida, formando un círculo cuyo diámetro pasaba de una milla. El
borde del remolino estaba representado por una ancha faja de resplandeciente
espuma; pero ni la menor partícula de ésta resbalaba al interior del espantoso
embudo, cuyo tubo, hasta donde la mirada alcanzaba a medirlo, era una pulida,
brillante y tenebrosa pared de agua, inclinada en un ángulo de cuarenta y cinco
grados con relación al horizonte, y que giraba y giraba vertiginosamente, con un
movimiento oscilante y tumultuoso, produciendo un fragor horrible, entre rugido
y clamoreo, que ni siquiera la enorme catarata del Niágara lanza al espacio en
su tremenda caída.

La montaña temblaba desde sus cimientos y oscilaban las
rocas. Me dejé caer boca abajo, aferrándome a los ralos matorrales en el
paroxismo de mi agitación nerviosa. Por fin, pude decir a mi compañero:

-¡Esto no puede ser más que el enorme remolino del
Maelstrón!

-Así suelen llamarlo -repuso el viejo-. Nosotros los
noruegos le llamamos el Moskoe-ström, a causa de la isla Moskoe.

Las descripciones ordinarias de aquel vórtice no me
habían preparado en absoluto para lo que acababa de ver. La de Jonas Ramus,
quizá la más detallada, no puede dar la menor noción de la magnificencia o el
horror de aquella escena, ni tampoco la perturbadora sensación de novedad que
confunde al espectador. No sé bien en qué punto de vista estuvo situado el
escritor aludido, ni en qué momento; pero no pudo ser en la cima del Helseggen,
ni durante una tormenta. He aquí algunos pasajes de su descripción que merecen,
sin embargo, citarse por los detalles que contienen, aunque resulten sumamente
débiles para comunicar una impresión de aquel espectáculo:

«Entre Lofoden y Moskoe -dice-, la profundidad del agua
varía entre treinta y seis y cuarenta brazas; pero del otro lado, en dirección a
Ver (Vurrgh), la profundidad disminuye al punto de no permitir el paso de un
navío sin el riesgo de que encalle en las rocas, cosa posible aun en plena
bonanza. Durante la pleamar, las corrientes se mueven entre Lofoden y Moskoe con
turbulenta rapidez, al punto de que el rugido de su impetuoso reflujo hacia el
mar apenas podría ser igualado por el de las más sonoras y espantosas cataratas.
El sonido se escucha a muchas leguas, y los vórtices o abismos son de tal tamaño
y profundidad que si un navío es atraído por ellos se ve tragado
irremisiblemente y arrastrado a la profundidad, donde se hace pedazos contra las
rocas; cuando el agua se sosiega, los pedazos del buque asoman a la superficie.
Pero los intervalos de tranquilidad se producen solamente en los momentos del
cambio de la marea y con buen tiempo; apenas duran un cuarto de hora antes de
que recomience gradualmente su violencia. Cuando la corriente es más turbulenta
y una tempestad acrecienta su furia resulta peligroso acercarse a menos de una
milla noruega. Botes, yates y navíos han sido tragados por no tomar esa
precaución contra su fuerza atractiva. Ocurre asimismo con frecuencia que las
ballenas se aproximan demasiado a la corriente y son dominadas por su violencia;
imposible resulta entonces describir sus clamores y mugidos mientras luchan
inútilmente por escapar. Cierta vez, un oso que trataba de nadar de Lofoden a
Moskoe fue atrapado por la corriente y arrastrado a la profundidad, mientras
rugía tan terriblemente que se le escuchaba desde la costa. Grandes cantidades
de troncos de abetos y pinos, absorbidos por la corriente, vuelven a la
superficie rotos y retorcidos a un punto tal que no pasan de ser un montón de
astillas. Esto muestra claramente que el fondo consiste en rocas aguzadas contra
las cuales son arrastrados y frotados los troncos. Dicha corriente se regula por
el flujo y reflujo marino, que se suceden constantemente cada seis horas. En el
año 1645, en la mañana del domingo de sexagésima, la furia de la corriente fue
tan espantosa que las piedras de las casas de la costa se
desplomaban.»

Por lo que se refiere a la profundidad del agua, no me
explico cómo pudo ser verificada en la vecindad inmediata del vórtice. Las
«cuarenta brazas» tienen que referirse, indudablemente, a las porciones del
canal linderas con la costa, sea de Moskoe o de Lofoden. La profundidad en el
centro del Moskoe-ström debe ser inconmensurablemente grande, y la mejor prueba
de ello la da la más ligera mirada que se proyecte al abismo del remolino desde
la cima del Helseggen. Mientras encaramado en esta cumbre contemplaba el
rugiente Flegetón allá abajo, no pude impedirme sonreír de la simplicidad con
que el honrado Jonas Ramus consigna -como algo difícil de creer- las anécdotas
sobre ballenas y osos, cuando resulta evidente que los más grandes buques
actuales, sometidos a la influencia de aquella mortal atracción, serían el
equivalente de una pluma frente al huracán y desaparecerían instantáneamente.

Las tentativas de explicar el fenómeno -que, en parte,
según recuerda, me habían parecido suficientemente plausibles a la lectura-
presentaban ahora un carácter muy distinto e insatisfactorio. La idea
predominante consistía en que el vórtice, al igual que otros tres más pequeños
situados entre las islas Ferroe, «no tiene otra causa que la colisión de las
olas, que se alzan y rompen, en el flujo y reflujo, contra un arrecife de rocas
y bancos de arena, el cual encierra las aguas al punto que éstas se precipitan
como una catarata; así, cuanto más alta sea la marea, más profunda será la
caída, y el resultado es un remolino o vórtice, cuyo prodigioso poder de succión
es suficientemente conocido por experimentos hechos en menor escala». Tales son
los términos con que se expresa la Encyclopedia Britannica. Kircher y otros
imaginan que en el centro del canal del Maelstrón hay un abismo que penetra en
el globo terrestre y que vuelve a salir en alguna región remota (una de las
hipótesis nombra concretamente el golfo de Botnial). Esta opinión, bastante
gratuita en sí misma, fue la que mi imaginación aceptó con mayor prontitud una
vez que hube contemplado la escena. Pero al mencionarla a mi guía me sorprendió
oírle decir que, si bien casi todos los noruegos compartían ese punto de vista,
él no lo aceptaba. En cuanto a la hipótesis precedente, confesó su incapacidad
para comprenderla, y yo le di la razón, pues, aunque sobre el papel pareciera
concluyente, resultaba por completo ininteligible e incluso absurda frente al
tronar de aquel abismo.

-Ya ha podido ver muy bien el remolino -dijo el anciano-,
y si nos colocamos ahora detrás de esa roca al socaire, para que no nos moleste
el ruido del agua, le contaré un relato que lo convencerá de que conozco alguna
cosa sobre el Moskoe-ström.

Me ubiqué como lo deseaba y comenzó:

-Mis dos hermanos y yo éramos dueños de un queche
aparejado como una goleta, de unas setenta toneladas, con el cual pescábamos
entre las islas situadas más allá de Moskoe y casi hasta Vurrgh. Aprovechando
las oportunidades, siempre hay buena pesca en el mar durante las mareas bravas,
si se tiene el coraje de enfrentarlas; de todos los habitantes de la costa de
Lofoden, nosotros tres éramos los únicos que navegábamos regularmente en la
región de las islas. Las zonas usuales de pesca se hallan mucho más al sur. Allí
se puede pescar a cualquier hora, sin demasiado riesgo, y por eso son lugares
preferidos. Pero los sitios escogidos que pueden encontrarse aquí, entre las
rocas no sólo ofrecen la variedad más grande, sino una abundancia mucho mayor,
de modo que con frecuencia pescábamos en un solo día lo que otros más tímidos
conseguían apenas en una semana. La verdad es que hacíamos de esto un lance
temerario, cambiando el exceso de trabajo por el riesgo de la vida, y
sustituyendo capital por coraje.

«Fondeábamos el queche en una caleta, a unas cinco millas
al norte de esta costa, y cuando el tiempo estaba bueno, acostumbrábamos
aprovechar los quince minutos de tranquilidad de las aguas para atravesar el
canal principal de Moskoe-ström, mucho más arriba del remolino, y anclar luego
en cualquier parte cerca de Otterham o Sandflesen, donde las mareas no son tan
violentas. Nos quedábamos allí hasta que faltaba poco para un nuevo intervalo de
calma, en que poníamos proa en dirección a nuestro puerto. Jamás iniciábamos una
expedición de este género sin tener un buen viento de lado tanto para la ida
como para el retorno -un viento del que estuviéramos seguros que no nos
abandonaría a la vuelta-, y era raro que nuestros cálculos erraran. Dos veces,
en seis años, nos vimos precisados a pasar la noche al ancla a causa de una
calma chicha, lo cual es cosa muy rara en estos parajes; y una vez tuvimos que
quedarnos cerca de una semana donde estábamos, muriéndonos de inanición, por
culpa de una borrasca que se desató poco después de nuestro arribo, y que
embraveció el canal en tal forma que era imposible pensar en cruzarlo. En esta
ocasión hubiéramos podido ser llevados mar afuera a pesar de nuestros esfuerzos
(pues los remolinos nos hacían girar tan violentamente que, al final, largamos
el ancla y la dejamos que arrastrara), si no hubiera sido que terminamos
entrando en una de esas innumerables corrientes antagónicas que hoy están allí y
mañana desaparecen, la cual nos arrastró hasta el refugio de Flimen, donde, por
suerte, pudimos detenernos.

»No podría contarle ni la vigésima parte de las
dificultades que encontrábamos en nuestro campo de pesca -que es mal sitio para
navegar aun con buen tiempo-, pero siempre nos arreglamos para burlar el desafío
del Moskoe-ström sin accidentes, aunque muchas veces tuve el corazón en la boca
cuando nos atrasábamos o nos adelantábamos en un minuto al momento de calma. En
ocasiones, el viento no era tan fuerte como habíamos pensado al zarpar y el
queche recorría una distancia menor de lo que deseábamos, sin que pudiéramos
gobernarlo a causa de la correntada. Mi hermano mayor tenía un hijo de dieciocho
años y yo dos robustos mozalbetes. Todos ellos nos hubieran sido de gran ayuda
en esas ocasiones, ya fuera apoyando la marcha con los remos, o pescando; pero,
aunque estábamos personalmente dispuestos a correr el riesgo, no nos sentíamos
con ánimo de exponer a los jóvenes, pues verdaderamente había un peligro
horrible, ésa es la pura verdad.

»Pronto se cumplirán tres años desde que ocurrió lo que
voy a contarle. Era el 10 de julio de 18…, día que las gentes de esta región
no olvidarán jamás, porque en él se levantó uno de los huracanes más terribles
que hayan caído jamás del cielo. Y, sin embargo, durante toda la mañana, y hasta
bien entrada la tarde, había soplado una suave brisa del sudoeste, mientras
brillaba el sol, y los más avezados marinos no hubieran podido prever lo que iba
a pasar.

»Los tres –mis dos hermanos y yo- cruzamos hacia las
islas a las dos de la tarde y no tardamos en llenar el queche con una excelente
pesca que, como pudimos observar, era más abundante ese día que en ninguna
ocasión anterior. A las siete -por mi reloj- levamos anclas y zarpamos, a fin de
atravesar lo peor del Ström en el momento de la calma, que según sabíamos iba a
producirse a las ocho.

»Partimos con una buena brisa de estribor y al principio
navegamos velozmente y sin pensar en el peligro, pues no teníamos el menor
motivo para sospechar que existiera. Pero, de pronto, sentimos que se nos oponía
un viento procedente de Helseggen. Esto era muy insólito; jamás nos había
ocurrido antes, y yo empecé a sentirme intranquilo, sin saber exactamente por
qué. Enfilamos la barca contra el viento, pero los remansos no nos dejaban
avanzar, e iba a proponer que volviéramos al punto donde habíamos estado
anclados cuando, al mirar hacia popa vimos que todo el horizonte estaba cubierto
por una extraña nube del color del cobre que se levantaba con la más asombrosa
rapidez.

»Entretanto, la brisa que nos había impulsado acababa de
amainar por completo y estábamos en una calma total, derivando hacia todos los
rumbos. Pero esto no duró bastante como para darnos tiempo a reflexionar. En
menos de un minuto nos cayó encima la tormenta, y en menos de dos el cielo quedó
cubierto por completo; con esto, y con la espuma de las olas que nos envolvía,
todo se puso tan oscuro que no podíamos vernos unos a otros en la cubierta.

»Sería una locura tratar de describir el huracán que
siguió. Los más viejos marinos de Noruega jamás conocieron nada parecido.
Habíamos soltado todo el trapo antes de que el viento nos alcanzara; pero, a su
primer embate, los dos mástiles volaron por la borda como si los hubiesen
aserrado…, y uno de los palos se llevó consigo a mi hermano mayor, que se
había atado para mayor seguridad.

»Nuestra embarcación se convirtió en la más liviana pluma
que jamás flotó en el agua. El queche tenía un puente totalmente cerrado, con
sólo una pequeña escotilla cerca de proa, que acostumbrábamos cerrar y asegurar
cuando íbamos a cruzar el Ström, por precaución contra el mar picado. De no
haber sido por esta circunstancia, hubiéramos zozobrado instantáneamente, pues
durante un momento quedamos sumergidos por completo. Cómo escapó a la muerte mi
hermano mayor no puedo decirlo, pues jamás se me presentó la oportunidad de
averiguarlo. Por mi parte, tan pronto hube soltado el trinquete, me tiré boca
abajo en el puente, con los pies contra la estrecha borda de proa y las manos
aferrando una armella próxima al pie del palo mayor. El instinto me indujo a
obrar así, y fue, indudablemente, lo mejor que podía haber hecho; la verdad es
que estaba demasiado aturdido para pensar.

»Durante algunos momentos, como he dicho, quedamos
completamente inundados, mientras yo contenía la respiración y me aferraba a la
armella. Cuando no pude resistir más, me enderecé sobre las rodillas,
sosteniéndome siempre con las manos, y pude así asomar la cabeza. Pronto nuestra
pequeña embarcación dio una sacudida, como hace un perro al salir del agua, y
con eso se libró en cierta medida de las olas que la tapaban. Por entonces
estaba tratando yo de sobreponerme al aturdimiento que me dominaba, recobrar los
sentidos para decidir lo que tenía que hacer, cuando sentí que alguien me
aferraba del brazo. Era mi hermano mayor, y mi corazón saltó de júbilo, pues
estaba seguro de que el mar lo había arrebatado. Mas esa alegría no tardó en
transformarse en horror, pues mi hermano acercó la boca a mi oreja, mientras
gritaba: ¡Moskoe-ström!

»Nadie puede imaginar mis sentimientos en aquel instante.
Me estremecí de la cabeza a los pies, como si sufriera un violento ataque de
calentura. Demasiado bien sabía lo que mi hermano me estaba diciendo con esa
simple palabra y lo que quería darme a entender: Con el viento que nos
arrastraba, nuestra proa apuntaba hacia el remolino del Ström… ¡y nada podía
salvarnos!

»Se imaginará usted que, al cruzar el canal del Ström, lo
hacíamos siempre mucho más arriba del remolino, incluso con tiempo bonancible, y
debíamos esperar y observar cuidadosamente el momento de calma. Pero ahora
estábamos navegando directamente hacia el vórtice, envueltos en el más terrible
huracán. ‘Probablemente -pensé- llegaremos allí en un momento de la calma… y
eso nos da una esperanza.’ Pero, un segundo después, me maldije por ser tan loco
como para pensar en esperanza alguna. Sabía muy bien que estábamos condenados y
que lo estaríamos igual aunque nos halláramos en un navío cien veces más grande.

»A esta altura la primera furia de la tempestad se había
agotado, o quizá no la sentíamos tanto por estar corriendo delante de ella. Pero
el mar, que el viento había mantenido aplacado y espumoso al comienzo, se alzaba
ahora en gigantescas montañas. Un extraño cambio se había producido en el cielo.
Alrededor de nosotros, y en todas direcciones, seguía tan negro como la pez,
pero en lo alto, casi encima de donde estábamos, se abrió repentinamente un
círculo de cielo despejado -tan despejado como jamás he vuelto a ver-,
brillantemente azul, y a través del cual resplandecía la luna llena con un
brillo que no le había conocido antes. Iluminaba con sus rayos todo lo que nos
rodeaba, con la más grande claridad; pero… ¡Dios mío, qué escena nos mostraba!

»Hice una o dos tentativas para hacerme oír de mi
hermano, pero, por razones que no pude comprender, el estruendo había aumentado
de manera tal que no alcancé a hacerle entender una sola palabra, pese a que
gritaba con todas mis fuerzas en su oreja. Pronto sacudió la cabeza, mortalmente
pálido, y levantó un dedo como para decirme: ‘¡Escucha!’

»Al principio no me di cuenta de lo que quería
significar, pero un horrible pensamiento cruzó por mi mente. Extraje mi reloj de
la faltriquera. Estaba detenido. Contemplé el cuadrante a la luz de la luna y me
eché a llorar, mientras lanzaba el reloj al océano. ¡Se había detenido a las
siete! ¡Ya había pasado el momento de calma y el remolino del Ström estaba en
plena furia!

»Cuando un barco es de buena construcción, está bien
equipado y no lleva mucha carga, al correr con el viento durante una borrasca
las olas dan la impresión de resbalar por debajo del casco, lo cual siempre
resulta extraño para un hombre de tierra firme; a eso se le llama cabalgar en
lenguaje marino.

»Hasta ese momento habíamos cabalgado sin dificultad
sobre las olas; pero de pronto una gigantesca masa de agua nos alcanzó por la
bovedilla y nos alzó con ella… arriba… más arriba… como si ascendiéramos
al cielo. Jamás hubiera creído que una ola podía alcanzar semejante altura. Y
entonces empezamos a caer, con una carrera, un deslizamiento y una zambullida
que me produjeron náuseas y mareo, como si estuviera desplomándome en sueños
desde lo alto de una montaña. Pero en el momento en que alcanzamos la cresta,
pude lanzar una ojeada alrededor, y lo que vi fue más que suficiente. En un
instante comprobé nuestra exacta posición. El vórtice de Moskoe-ström se hallaba
a un cuarto de milla adelante; pero ese vórtice se parecía tanto al de todos los
días como el que está viendo usted a un remolino en una charca. Si no hubiera
sabido dónde estábamos y lo que teníamos que esperar, no hubiese reconocido en
absoluto aquel sitio. Tal como lo vi, me obligó a cerrar involuntariamente los
ojos de espanto. Mis párpados se apretaron como en un espasmo.

»Apenas habrían pasado otros dos minutos, cuando sentimos
que las olas decrecían y nos vimos envueltos por la espuma. La embarcación dio
una brusca media vuelta a babor y se precipitó en su nueva dirección como una
centella. A1 mismo tiempo, el rugido del agua quedó completamente apagado por
algo así como un estridente alarido… un sonido que podría usted imaginar
formado por miles de barcos de vapor que dejaran escapar al mismo tiempo la
presión de sus calderas. Nos hallábamos ahora en el cinturón de la resaca que
rodea siempre el remolino, y pensé que un segundo más tarde nos precipitaríamos
al abismo, cuyo interior veíamos borrosamente a causa de la asombrosa velocidad
con la cual nos movíamos. El queche no daba la impresión de flotar en el agua,
sino de flotar como una burbuja sobre la superficie de la resaca. Su banda de
estribor daba al remolino, y por babor surgía la inmensidad oceánica de la que
acabábamos de salir, y que se alzaba como una enorme pared oscilando entre
nosotros y el horizonte.

»Puede parecer extraño, pero ahora, cuando estábamos
sumidos en las fauces del abismo, me sentí más tranquilo que cuando veníamos
acercándonos a él. Decidido a no abrigar ya ninguna esperanza, me libré de una
buena parte del terror que al principio me había privado de mis fuerzas. Creo
que fue la desesperación lo que templó mis nervios.

»Tal vez piense usted que me jacto, pero lo que le digo
es la verdad: Empecé a reflexionar sobre lo magnífico que era morir de esa
manera y lo insensato de preocuparme por algo tan insignificante como mi propia
vida frente a una manifestación tan maravillosa del poder de Dios. Creo que
enrojecí de vergüenza cuando la idea cruzó por mi mente. Y al cabo de un momento
se apoderó de mí la más viva curiosidad acerca del remolino. Sentí el deseo de
explorar sus profundidades, aun al precio del sacrificio que iba a costarme, y
la pena más grande que sentí fue que nunca podría contar a mis viejos camaradas
de la costa todos los misterios que vería. No hay duda que eran éstas extrañas
fantasías en un hombre colocado en semejante situación, y con frecuencia he
pensado que la rotación del barco alrededor del vórtice pudo trastornarme un
tanto la cabeza.

»Otra circunstancia contribuyó a devolverme la calma, y
fue la cesación del viento, que ya no podía llegar hasta nosotros en el lugar
donde estábamos, puesto que, como usted mismo ha visto, el cinturón de resaca
está sensiblemente más bajo que el nivel general del océano, al que veíamos
descollar sobre nosotros como un alto borde montañoso y negro. Si nunca le ha
tocado pasar una borrasca en plena mar, no puede hacerse una idea de la
confusión mental que produce la combinación del viento y la espuma de las olas.
Ambos ciegan, ensordecen y ahogan, suprimiendo toda posibilidad de acción o de
reflexión. Pero ahora nos veíamos en gran medida libres de aquellas molestias…
así como los criminales condenados a muerte se ven favorecidos con ciertas
liberalidades que se les negaban antes de que se pronunciara la sentencia.

»Imposible es decir cuántas veces dimos la vuelta al
circuito. Corrimos y corrimos, una hora quizá, volando más que flotando, y
entrando cada vez más hacia el centro de la resaca, lo que nos acercaba
progresivamente a su horrible borde interior. Durante todo este tiempo no había
soltado la armella que me sostenía. Mi hermano estaba en la popa, sujetándose a
un pequeño barril vacío, sólidamente atado bajo el compartimiento de la
bovedilla, y que era la única cosa a bordo que la borrasca no había precipitado
al mar. Cuando ya nos acercábamos al borde del pozo, soltó su asidero y se
precipitó hacia la armella de la cual, en la agonía de su terror, trató de
desprender mis manos, ya que no era bastante grande para proporcionar a ambos un
sostén seguro. Jamás he sentido pena más grande que cuando lo vi hacer eso,
aunque comprendí que su proceder era el de un insano, a quien el terror ha
vuelto loco furioso. De todos modos, no hice ningún esfuerzo para oponerme.
Sabía que ya no importaba quién de los dos se aferrara de la armella, de modo
que se la cedí y pasé a popa, donde estaba el barril. No me costó mucho hacerlo,
porque el queche corría en círculo con bastante estabilidad, sólo balanceándose
bajo las inmensas oscilaciones y conmociones del remolino. Apenas me había
afirmado en mi nueva posición, cuando dimos un brusco bandazo a estribor y nos
precipitamos de proa en el abismo. Murmuré presurosamente una plegaria a Dios y
pensé que todo había terminado.

»Mientras sentía la náusea del vertiginoso descenso,
instintivamente me aferré con más fuerza al barril y cerré los ojos. Durante
algunos segundos no me atreví a abrirlos, esperando mi aniquilación inmediata y
me maravillé de no estar sufriendo ya las agonías de la lucha final con el agua.
Pero el tiempo seguía pasando. Y yo estaba vivo. La sensación de caída había
cesado y el movimiento de la embarcación se parecía al de antes, cuando
estábamos en el cinturón de espuma, salvo que ahora se hallaba más inclinada.
Junté coraje y otra vez miré lo que me rodeaba.

»Nunca olvidaré la sensación de pavor, espanto y
admiración que sentí al contemplar aquella escena. El queche parecía estar
colgando, como por arte de magia, a mitad de camino en el interior de un embudo
de vasta circunferencia y prodigiosa profundidad, cuyas paredes, perfectamente
lisas, hubieran podido creerse de ébano, a no ser por la asombrosa velocidad con
que giraban, y el lívido resplandor que despedían bajo los rayos de la luna,
que, en el centro de aquella abertura circular entre las nubes a que he aludido
antes, se derramaban en un diluvio gloriosamente áureo a lo largo de las negras
paredes y se perdían en las remotas profundidades del abismo.

»Al principio me sentí demasiado confundido para poder
observar nada con precisión. Todo lo que alcanzaba era ese estallido general de
espantosa grandeza. Pero, al recobrarme un tanto, mis ojos miraron
instintivamente hacía abajo. Tenía una vista completa en esa dirección, dada la
forma en que el queche colgaba de la superficie inclinada del vórtice. Su quilla
estaba perfectamente nivelada, vale decir que el puente se hallaba en un plano
paralelo al del agua, pero esta última se tendía formando un ángulo de más de
cuarenta y cinco grados, de modo que parecía como si estuviésemos ladeados. No
pude dejar de observar, sin embargo, que, a pesar de esta situación, no me era
mucho más difícil mantenerme aferrado a mi puesto que si el barco hubiese estado
a nivel; presumo que se debía a la velocidad con que girábamos.

»Los rayos de la luna parecían querer alcanzar el fondo
mismo del profundo abismo, pero aún así no pude ver nada con suficiente claridad
a causa de la espesa niebla que lo envolvía todo y sobre la cual se cernía un
magnífico arco iris semejante al angosto y bamboleante puente que, según los
musulmanes, es el solo paso entre el Tiempo y la Eternidad. Aquella niebla, o
rocío, se producía sin duda por el choque de las enormes paredes del embudo
cuando se encontraba en el fondo; pero no trataré de describir el aullido que
brotaba del abismo para subir hasta el cielo.

»Nuestro primer deslizamiento en el pozo, a partir del
cinturón de espumas de la parte superior, nos había hecho descender a gran
distancia por la pendiente; sin embargo, la continuación del descenso no
guardaba relación con el anterior. Una y otra vez dimos la vuelta, no con un
movimiento uniforme sino entre vertiginosos balanceos y sacudidas, que nos
lanzaban a veces a unos cuantos centenares de yardas, mientras otras nos hacían
completar casi el circuito del remolino. A cada vuelta, y aunque lento, nuestro
descenso resultaba perceptible.

»Mirando en torno a la inmensa extensión de ébano líquido
sobre la cual éramos así llevados, advertí que nuestra embarcación no era el
único objeto comprendido en el abrazo del remolino. Tanto por encima como por
debajo de nosotros se veían fragmentos de embarcaciones, grandes pedazos de
maderamen de construcción y troncos de árboles, así como otras cosas más
pequeñas, tales como muebles, cajones rotos, barriles y duelas. He aludido ya a
la curiosidad anormal que había reemplazado en mí el terror del comienzo. A
medida que me iba acercando a mi horrible destino parecía como si esa curiosidad
fuera en aumento. Comencé a observar con extraño interés los numerosos objetos
que flotaban cerca de nosotros. Debo de haber estado bajo los efectos del
delirio, porque hasta busqué diversión en el hecho de calcular sus respectivas
velocidades en el descenso hacia la espuma del fondo. ‘Ese abeto -me oí decir en
un momento dado- será el que ahora se precipite hacia abajo y desaparezca’; y un
momento después me quedé decepcionado al ver que los restos de un navío mercante
holandés se le adelantaban y caían antes. Al final, después de haber hecho
numerosas conjeturas de esta naturaleza, y haber errado todas, ocurrió que el
hecho mismo de equivocarme invariablemente me indujo a una nueva reflexión, y
entonces me eché a temblar como antes, y una vez más latió pesadamente mi
corazón.

»No era el espanto el que así me afectaba, sino el
nacimiento de una nueva y emocionante esperanza. Surgía en parte de la memoria
y, en parte, de las observaciones que acababa de hacer. Recordé la gran cantidad
de restos flotantes que aparecían en la costa de Lofoden y que habían sido
tragados y devueltos luego por el Moskoe-ström. La gran mayoría de estos restos
aparecía destrozada de la manera más extraordinaria; estaban como frotados,
desgarrados, al punto que daban la impresión de un montón de astillas y
esquirlas. Pero al mismo tiempo recordé que algunos de esos objetos no estaban
desfigurados en absoluto. Me era imposible explicar la razón de esa diferencia,
salvo que supusiera que los objetos destrozados eran los que habían sido
completamente absorbidos, mientras que los otros habían penetrado en el remolino
en un período más adelantado de la marea, o bien, por alguna razón, habían
descendido tan lentamente luego de ser absorbidos, que no habían alcanzado a
tocar el fondo del vórtice antes del cambio del flujo o del reflujo, según fuera
el momento. Me pareció posible, en ambos casos, que dichos restos hubieran sido
devueltos otra vez al nivel del océano, sin correr el destino de los que habían
penetrado antes en el remolino o habían sido tragados más rápidamente.

»Al mismo tiempo hice tres observaciones importantes. La
primera fue que, por regla general, los objetos de mayor tamaño descendían más
rápidamente. La segunda, que entre dos masas de igual tamaño, una esférica y
otra de cualquier forma, la mayor velocidad de descenso correspondía a la
esfera. La tercera, que entre dos masas de igual tamaño, una de ellas cilíndrica
y la otra de cualquier forma, la primera era absorbida con mayor lentitud. Desde
que escapé de mi destino he podido hablar muchas veces sobre estos temas con un
viejo preceptor del distrito, y gracias a él conozco el uso de las palabras
`cilindro’ y `esfera’. Me explicó -aunque me he olvidado de la explicación- que
lo que yo había observado entonces era la consecuencia natural de las formas de
los objetos flotantes, y me mostró cómo un cilindro, flotando en un remolino,
ofrecía mayor resistencia a su succión y era arrastrado con mucha mayor
dificultad que cualquier otro objeto del mismo tamaño, cualquiera fuese su
forma
1.

»Había además un detalle sorprendente, que contribuía en
gran medida a reformar estas observaciones y me llenaba de deseos de
verificarlas: a cada revolución de nuestra barca sobrepasábamos algún objeto,
como serían un barril, una verga o un mástil. Ahora bien, muchos de aquellos
restos, que al abrir yo por primera vez los ojos para contemplar la maravilla
del remolino se encontraban a nuestro nivel, estaban ahora mucho más arriba y
daban la impresión de haberse movido muy poco de su posición inicial.

»No vacilé entonces en lo que debía hacer: resolví
asegurarme fuertemente al barril del cual me tenía, soltarlo de la bovedilla y
precipitarme con él al agua. Llamé la atención de mi hermano mediante signos,
mostrándole los barriles flotantes que pasaban cerca de nosotros, e hice todo lo
que estaba en mi poder para que comprendiera lo que me disponía a hacer. Me
pareció que al fin entendía mis intenciones, pero fuera así o no, sacudió la
cabeza con desesperación, negándose a abandonar su asidero en la armella. Me era
imposible llegar hasta él y la situación no admitía pérdida de tiempo. Así fue
como, lleno de amargura, lo abandoné a su destino, me até al barril mediante las
cuerdas que lo habían sujetado a la bovedilla y me lancé con él al mar sin un
segundo de vacilación.

»El resultado fue exactamente el que esperaba. Puesto que
yo mismo le estoy haciendo este relato, por lo cual ya sabe usted que escapé
sano y salvo, y además está enterado de cómo me las arreglé para escapar,
abreviaré el fin de la historia. Habría transcurrido una hora o cosa así desde
que hiciera abandono del queche, cuando lo vi, a gran profundidad, girar
terriblemente tres o cuatro veces en rápida sucesión y precipitarse en línea
recta en el caos de espuma del abismo, llevándose consigo a mi querido hermano.
El barril al cual me había atado descendió apenas algo más de la mitad de la
distancia entre el fondo del remolino y el lugar desde donde me había tirado al
agua, y entonces empezó a producirse un gran cambio en el aspecto del vórtice.
La pendiente de los lados del enorme embudo se fue haciendo menos y menos
escarpada. Las revoluciones del vórtice disminuyeron gradualmente su violencia.
Poco a poco fue desapareciendo la espuma y el arco iris, y pareció como si el
fondo del abismo empezara a levantarse suavemente. El cielo estaba despejado, no
había viento y la luna llena resplandecía en el oeste, cuando me encontré en la
superficie del océano, a plena vista de las costas de Lofoden y en el lugar
donde había estado el remolino de Moskoe-ström. Era la hora de la calma, pero el
mar se encrespaba todavía en gigantescas olas por efectos del huracán. Fui
impulsado violentamente al canal del Ström, y pocos minutos más tarde llegaba a
la costa, en la zona de los pescadores. Un bote me recogió, exhausto de fatiga,
y, ahora que el peligro había pasado, incapaz de hablar a causa del recuerdo de
aquellos horrores. Quienes me subieron a bordo eran mis viejos camaradas y
compañeros cotidianos, pero no me reconocieron, como si yo fuese un viajero que
retornaba del mundo de los espíritus. Mi cabello, negro como ala de cuervo la
víspera, estaba tan blanco como lo ve usted ahora. También se dice que la
expresión de mi rostro ha cambiado. Les conté mi historia… y no me creyeron.
Se la cuento ahora a usted, sin mayor esperanza de que le dé más crédito del que
le concedieron los alegres pescadores de Lofoden.»


El Corazón Delator – Edgar Allan Poe

Posted in Cuentos de Edgar Allan Poe on 17 junio, 2009 by halloweenpoetico


¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso,
terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco? La
enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y
mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en
el cielo. Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces?
Escuchen… y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi
historia.

Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la
cabeza por primera vez; pero, una vez concebida, me acosó noche y día. Yo no
perseguía ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo.
Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me interesaba. Me
parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un buitre…
Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí se me
helaba la sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a
matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre.

Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero
los locos no saben nada. En cambio… ¡Si hubieran podido verme! ¡Si hubieran
podido ver con qué habilidad procedí! ¡Con qué cuidado… con qué previsión…
con qué disimulo me puse a la obra! Jamás fui más amable con el viejo que la
semana antes de matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacía yo girar el
picaporte de su puerta y la abría… ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando la
abertura era lo bastante grande para pasar la cabeza, levantaba una linterna
sorda, cerrada, completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz, y
tras ella pasaba la cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver cuán
astutamente pasaba la cabeza! La movía lentamente… muy, muy lentamente, a fin
de no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora entera introducir
completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido en su
cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como yo? Y entonces, cuando
tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría la linterna
cautelosamente… ¡oh, tan cautelosamente! Sí, cautelosamente iba abriendo la
linterna (pues crujían las bisagras), la iba abriendo lo suficiente para que un
solo rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo hice durante siete
largas noches… cada noche, a las doce… pero siempre encontré el ojo cerrado,
y por eso me era imposible cumplir mi obra, porque no era el viejo quien me
irritaba, sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas iniciado el día, entraba
sin miedo en su habitación y le hablaba resueltamente, llamándolo por su nombre
con voz cordial y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya ven ustedes que
tendría que haber sido un viejo muy astuto para sospechar que todas las noches,
justamente a las doce, iba yo a mirarlo mientras dormía.

Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que
de costumbre al abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve con más
rapidez de lo que se movía mi mano. Jamás, antes de aquella noche, había sentido
el alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba contener mi
impresión de triunfo. ¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco la puerta, y
que él ni siquiera soñaba con mis secretas intenciones o pensamientos! Me reí
entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó, porque lo sentí moverse
repentinamente en la cama, como si se sobresaltara. Ustedes pensarán que me eché
hacia atrás… pero no. Su cuarto estaba tan negro como la pez, ya que el viejo
cerraba completamente las persianas por miedo a los ladrones; yo sabía que le
era imposible distinguir la abertura de la puerta, y seguí empujando suavemente,
suavemente.

Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la
linterna, cuando mi pulgar resbaló en el cierre metálico y el viejo se enderezó
en el lecho, gritando:

-¿Quién está ahí?

Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora
entera no moví un solo músculo, y en todo ese tiempo no oí que volviera a
tenderse en la cama. Seguía sentado, escuchando… tal como yo lo había hecho,
noche tras noche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido
anuncia la muerte.

Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido
que nace del terror. No expresaba dolor o pena… ¡oh, no! Era el ahogado sonido
que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese
sonido. Muchas noches, justamente a las doce, cuando el mundo entero dormía,
surgió de mi pecho, ahondando con su espantoso eco los terrores que me
enloquecían. Repito que lo conocía bien. Comprendí lo que estaba sintiendo el
viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi corazón. Comprendí que
había estado despierto desde el primer leve ruido, cuando se movió en la cama.
Había tratado de decirse que aquel ruido no era nada, pero sin conseguirlo.
Pensaba: "No es más que el viento en la chimenea… o un grillo que chirrió una
sola vez". Sí, había tratado de darse ánimo con esas suposiciones, pero todo era
en vano. Todo era en vano, porque la Muerte se había aproximado a él,
deslizándose furtiva, y envolvía a su víctima. Y la fúnebre influencia de
aquella sombra imperceptible era la que lo movía a sentir -aunque no podía verla
ni oírla-, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitación.

Después de haber esperado largo tiempo, con toda
paciencia, sin oír que volviera a acostarse, resolví abrir una pequeña, una
pequeñísima ranura en la linterna.

Así lo hice -no pueden imaginarse ustedes con qué
cuidado, con qué inmenso cuidado-, hasta que un fino rayo de luz, semejante al
hilo de la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre.

Estaba abierto, abierto de par en par… y yo empecé a
enfurecerme mientras lo miraba. Lo vi con toda claridad, de un azul apagado y
con aquella horrible tela que me helaba hasta el tuétano. Pero no podía ver nada
de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por un instinto, había
orientado el haz de luz exactamente hacia el punto maldito.

¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por
locura es sólo una excesiva agudeza de los sentidos? En aquel momento llegó a
mis oídos un resonar apagado y presuroso, como el que podría hacer un reloj
envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir del
corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar de un tambor
estimula el coraje de un soldado.

Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado.
Apenas si respiraba. Sostenía la linterna de modo que no se moviera, tratando de
mantener con toda la firmeza posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el
infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada
vez más fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenía que ser terrible.
¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención? Les he dicho
que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, en el terrible silencio de
aquella antigua casa, un resonar tan extraño como aquél me llenó de un horror
incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía algunos minutos y permanecí
inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que
aquel corazón iba a estallar. Y una nueva ansiedad se apoderó de mí… ¡Algún
vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora del viejo había sonado! Lanzando un
alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en la habitación. El viejo
clamó una vez… nada más que una vez. Me bastó un segundo para arrojarlo al
suelo y echarle encima el pesado colchón. Sonreí alegremente al ver lo fácil que
me había resultado todo. Pero, durante varios minutos, el corazón siguió
latiendo con un sonido ahogado. Claro que no me preocupaba, pues nadie podría
escucharlo a través de las paredes. Cesó, por fin, de latir. El viejo había
muerto. Levanté el colchón y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto,
completamente muerto. Apoyé la mano sobre el corazón y la mantuve así largo
tiempo. No se sentía el menor latido. El viejo estaba bien muerto. Su ojo no
volvería a molestarme.

Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de
hacerlo cuando les describa las astutas precauciones que adopté para esconder el
cadáver. La noche avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajo con rapidez, pero en
silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, brazos y
piernas.

Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y
escondí los restos en el hueco. Volví a colocar los tablones con tanta habilidad
que ningún ojo humano -ni siquiera el suyo- hubiera podido advertir la menor
diferencia. No había nada que lavar… ninguna mancha… ningún rastro de
sangre. Yo era demasiado precavido para eso. Una cuba había recogido todo…
¡ja, ja!

Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la
madrugada, pero seguía tan oscuro como a medianoche. En momentos en que se oían
las campanadas de la hora, golpearon a la puerta de la calle. Acudí a abrir con
toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora?

Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy
civilmente como oficiales de policía. Durante la noche, un vecino había
escuchado un alarido, por lo cual se sospechaba la posibilidad de algún
atentado. Al recibir este informe en el puesto de policía, habían comisionado a
los tres agentes para que registraran el lugar.

Sonreí, pues… ¿qué tenía que temer? Di la bienvenida a
los oficiales y les expliqué que yo había lanzado aquel grito durante una
pesadilla. Les hice saber que el viejo se había ausentado a la campaña. Llevé a
los visitantes a recorrer la casa y los invité a que revisaran, a que revisaran
bien. Finalmente, acabé conduciéndolos a la habitación del muerto. Les mostré
sus caudales intactos y cómo cada cosa se hallaba en su lugar. En el entusiasmo
de mis confidencias traje sillas a la habitación y pedí a los tres caballeros
que descansaran allí de su fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi
perfecto triunfo, colocaba mi silla en el exacto punto bajo el cual reposaba el
cadáver de mi víctima.

Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los
habían convencido. Por mi parte, me hallaba perfectamente cómodo. Sentáronse y
hablaron de cosas comunes, mientras yo les contestaba con animación. Mas, al
cabo de un rato, empecé a notar que me ponía pálido y deseé que se marcharan. Me
dolía la cabeza y creía percibir un zumbido en los oídos; pero los policías
continuaban sentados y charlando. El zumbido se hizo más intenso; seguía
resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta para librarme de esa
sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez más clara…
hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía dentro de mis
oídos.

Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí hablando
con creciente soltura y levantando mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba…
¿y que podía hacer yo? Era un resonar apagado y presuroso…, un sonido como el
que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba, tratando de recobrar
el aliento, y, sin embargo, los policías no habían oído nada. Hablé con mayor
rapidez, con vehemencia, pero el sonido crecía continuamente. Me puse en pie y
discutí sobre insignificancias en voz muy alta y con violentas gesticulaciones;
pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Anduve de un lado a
otro, a grandes pasos, como si las observaciones de aquellos hombres me
enfurecieran; pero el sonido crecía continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer
yo? Lancé espumarajos de rabia… maldije… juré… Balanceando la silla sobre
la cual me había sentado, raspé con ella las tablas del piso, pero el sonido
sobrepujaba todos los otros y crecía sin cesar. ¡Más alto… más alto… más
alto! Y entretanto los hombres seguían charlando plácidamente y sonriendo. ¿Era
posible que no oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban!
¡Sabían… y se estaban burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo pienso
hoy! ¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa sería
más tolerable que aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus sonrisas
hipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir, y entonces… otra vez…
escuchen… más fuerte… más fuerte… más fuerte… más fuerte!

-¡Basta ya de fingir, malvados! -aullé-. ¡Confieso que lo
maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí… ahí!¡Donde está latiendo su horrible
corazón!

FIN

El Demonio de la Perversidad – Edgar Allan Poe

Posted in Cuentos de Edgar Allan Poe on 17 junio, 2009 by halloweenpoetico


En la consideración de las facultades e impulsos de los
prima mobilia del alma humana los frenólogos han olvidado una tendencia
que, aunque evidentemente existe como un sentimiento radical, primitivo,
irreductible, los moralistas que los precedieron también habían pasado por alto.
Con la perfecta arrogancia de la razón, todos la hemos pasado por alto.
Hemos permitido que su existencia escapara a nuestro conocimiento tan sólo por
falta de creencia, de fe, sea fe en la Revelación o fe en la Cábala. Nunca se
nos ha ocurrido pensar en ella, simplemente por su gratuidad. No creímos que esa
tendencia tuviera necesidad de un impulso. No podíamos percibir su necesidad. No
podíamos entender, es decir, aunque la noción de este primum mobile se
hubiese introducido por sí misma, no podíamos entender de qué modo era capaz de
actuar para mover las cosas humanas, ya temporales, ya eternas. No es posible
negar que la frenología, y en gran medida toda la metafísica, han sido
elaboradas a priori. El metafísico y el lógico, más que el hombre que
piensa o el que observa, se ponen a imaginar designios de Dios, a dictarle
propósitos. Habiendo sondeado de esta manera, a gusto, las intenciones de
Jehová, construyen sobre estas intenciones sus innumerables sistemas mentales.
En materia de frenología, por ejemplo, hemos determinado, primero (por lo demás
era bastante natural hacerlo), que entre los designios de la Divinidad se
contaba el de que el hombre comiera. Asignamos, pues, a éste un órgano de la
alimentividad para alimentarse, y este órgano es el acicate con el cual
la Deidad fuerza al hombre, quieras que no, a comer. En segundo lugar, habiendo
decidido que la voluntad de Dios quiere que el hombre propague la especie,
descubrimos inmediatamente un órgano de la amatividad. Y lo mismo hicimos
con la combatividad, la idealidad, la casualidad, la constructividad, en una
palabra, con todos los órganos que representaran una tendencia, un sentimiento
moral o una facultad del puro intelecto. Y en este ordenamiento de los
principios de la acción humana, los spurzheimistas, con razón o sin ella, en
parte o en su totalidad, no han hecho sino seguir en principio los pasos de sus
predecesores, deduciendo y estableciendo cada cosa a partir del destino
preconcebido del hombre y tomando como fundamento los propósitos de su Creador.

Hubiera sido más prudente, hubiera sido más seguro fundar
nuestra clasificación (puesto que debemos hacerla) en lo que el hombre habitual
u ocasionalmente hace, y en lo que siempre hace ocasionalmente, en cambio
de fundarla en la hipótesis de lo que Dios pretende obligarle a hacer. Si no
podemos comprender a Dios en sus obras visibles, ¿cómo lo comprenderíamos en los
inconcebibles pensamientos que dan vida a sus obras? Si no podemos entenderlo en
sus criaturas objetivas, ¿cómo hemos de comprenderlo en sus tendencias
esenciales y en las fases de la creación?

La inducción a posteriori hubiera llevado a la
frenología a admitir, como principio innato y primitivo de la acción humana,
algo paradójico que podemos llamar perversidad a falta de un término más
característico. En el sentido que le doy es, en realidad, un móvil sin
motivo, un motivo no motivado. Bajo sus incitaciones actuamos sin objeto
comprensible, o, si esto se considera una contradicción en los términos, podemos
llegar a modificar la proposición y decir que bajo sus incitaciones actuamos por
la razón de que no deberíamos actuar. En teoría ninguna razón puede ser más
irrazonable; pero, de hecho, no hay ninguna más fuerte. Para ciertos espíritus,
en ciertas condiciones llega a ser absolutamente irresistible. Tan seguro como
que respiro sé que en la seguridad de la equivocación o el error de una acción
cualquiera reside con frecuencia la fuerza irresistible, la única que nos
impele a su prosecución. Esta invencible tendencia a hacer el mal por el mal
mismo no admitirá análisis o resolución en ulteriores elementos. Es un impulso
radical, primitivo, elemental. Se dirá, lo sé, que cuando persistimos en
nuestros actos porque sabemos que no deberíamos hacerlo, nuestra conducta no es
sino una modificación de la que comúnmente provoca la combatividad de la
frenología. Pero una mirada mostrará la falacia de esta idea. La
combatividad, a la cual se refiere la frenología, tiene por esencia la
necesidad de autodefensa. Es nuestra salvaguardia contra todo daño. Su principio
concierne a nuestro bienestar, y así el deseo de estar bien es excitado al mismo
tiempo que su desarrollo. Se sigue que el deseo de estar bien debe ser excitado
al mismo tiempo por algún principio que será una simple modificación de la
combatividad, pero en el caso de esto que llamamos perversidad el deseo de estar
bien no sólo no se manifiesta, sino que existe un sentimiento fuertemente
antagónico.

Si se apela al propio corazón, se hallará, después de
todo, la mejor réplica a la sofistería que acaba de señalarse. Nadie que
consulte con sinceridad su alma y la someta a todas las preguntas estará
dispuesto a negar que esa tendencia es absolutamente radical. No es más
incomprensible que característica. No hay hombre viviente a quien en algún
período no lo haya atormentado, por ejemplo, un vehemente deseo de torturar a su
interlocutor con circunloquios. El que habla advierte el desagrado que causa;
tiene toda la intención de agradar; por lo demás, es breve, preciso y claro; el
lenguaje más lacónico y más luminoso lucha por brotar de su boca; sólo con
dificultad refrena su curso; teme y lamenta la cólera de aquel a quien se
dirige; sin embargo, se le ocurre la idea de que puede engendrar esa cólera con
ciertos incisos y ciertos paréntesis. Este solo pensamiento es suficiente. El
impulso crece hasta el deseo, el deseo hasta el anhelo, el anhelo hasta un ansia
incontrolable y el ansia (con gran pesar y mortificación del que habla y
desafiando todas las consecuencias) es consentida.

Tenemos ante nosotros una tarea que debe ser cumplida
velozmente. Sabemos que la demora será ruinosa. La crisis más importante de
nuestra vida exige, a grandes voces, energía y acción inmediatas. Ardemos, nos
consumimos de ansiedad por comenzar la tarea, y en la anticipación de su
magnífico resultado nuestra alma se enardece. Debe, tiene que ser emprendida hoy
y, sin embargo, la dejamos para mañana; y ¿por qué? No hay respuesta, salvo que
sentimos esa actitud perversa, usando la palabra sin comprensión del
principio. El día siguiente llega, y con él una ansiedad más impaciente por
cumplir con nuestro deber, pero con este verdadero aumento de ansiedad llega
también un indecible anhelo de postergación realmente espantosa por lo
insondable. Este anhelo cobra fuerzas a medida que pasa el tiempo. La última
hora para la acción está al alcance de nuestra mano. Nos estremece la violencia
del conflicto interior, de lo definido con lo indefinido, de la sustancia con la
sombra. Pero si la contienda ha llegado tan lejos, la sombra es la que vence,
luchamos en vano. Suena la hora y doblan a muerto por nuestra felicidad. Al
mismo tiempo es el canto del gallo para el fantasma que nos había atemorizado.
Vuela, desaparece, somos libres. La antigua energía retorna. Trabajaremos
ahora. ¡Ay, es demasiado tarde!

Estamos al borde de un precipicio. Miramos el abismo,
sentimos malestar y vértigo. Nuestro primer impulso es retroceder ante el
peligro. Inexplicablemente, nos quedamos. En lenta graduación, nuestro malestar
y nuestro vértigo se confunden en una nube de sentimientos inefables. Por grados
aún más imperceptibles esta nube cobra forma, como el vapor de la botella de
donde surgió el genio en Las mil y una noches. Pero en esa nube
nuestra al borde del precipicio, adquiere consistencia una forma mucho
más terrible que cualquier genio o demonio de leyenda, y, sin embargo, es sólo
un pensamiento, aunque temible, de esos que hielan hasta la médula de los huesos
con la feroz delicia de su horror. Es simplemente la idea de lo que serían
nuestras sensaciones durante la veloz caída desde semejante altura. Y esta
caída, esta fulminante aniquilación, por la simple razón de que implica la más
espantosa y la más abominable entre las más espantosas y abominables imágenes de
la muerte y el sufrimiento que jamás se hayan presentado a nuestra imaginación,
por esta simple razón la deseamos con más fuerza. Y porque nuestra razón nos
aparta violentamente del abismo, por eso nos acercamos a él con más
ímpetu. No hay en la naturaleza pasión de una impaciencia tan demoniaca como la
del que, estremecido al borde de un precipicio, piensa arrojarse en él. Aceptar
por un instante cualquier atisbo de pensamiento significa la perdición
inevitable, pues la reflexión no hace sino apremiarnos para que no lo hagamos, y
justamente por eso, digo, no podemos hacerlo. Si no hay allí un brazo amigo que
nos detenga, o si fallamos en el súbito esfuerzo de echarnos atrás, nos
arrojamos, nos destruimos.

Examinemos estas acciones y otras similares:
encontraremos que resultan sólo del espíritu de perversidad. Las
perpetramos simplemente porque sentimos que no deberíamos hacerlo. Más
acá o más allá de esto no hay principio inteligible, y podríamos en verdad
considerar su perversidad como una instigación directa del demonio si no
supiéramos que a veces actúa en fomento del bien.

He hablado tanto que en cierta medida puedo responder a
vuestra pregunta, puedo explicaros por qué estoy aquí, puedo mostraros algo que
tendrá por lo menos una débil apariencia de justificación de estos grillos y
esta celda de condenado que ocupo. Si no hubiera sido tan prolijo, o no me
hubierais comprendido, o, como la chusma, me hubierais considerado loco. Ahora
advertiréis fácilmente que soy una de las innumerables víctimas del demonio de
la perversidad.

Es imposible que acción alguna haya sido preparada con
más perfecta deliberación. Semanas, meses enteros medité en los medios del
asesinato. Rechacé mil planes porque su realización implicaba una chance
de ser descubierto. Por fin, leyendo algunas memorias francesas, encontré el
relato de una enfermedad casi fatal sobrevenida a madame Pilau por obra de una
vela accidentalmente envenenada. La idea impresionó de inmediato mi imaginación.
Sabía que mi víctima tenía la costumbre de leer en la cama. Sabía también que su
habitación era pequeña y mal ventilada. Pero no necesito fatigaros con detalles
impertinentes. No necesito describir los fáciles artificios mediante los cuales
sustituí, en el candelero de su dormitorio, la vela que allí encontré por otra
de mi fabricación. A la mañana siguiente lo hallaron muerto en su lecho, y el
veredicto del coroner fue: «Muerto por la voluntad de Dios.»

Heredé su fortuna y todo anduvo bien durante varios años.
Ni una sola vez cruzó por mi cerebro la idea de ser descubierto. Yo mismo hice
desaparecer los restos de la bujía fatal. No dejé huella de una pista por la
cual fuera posible acusarme o siquiera hacerme sospechoso del crimen. Es
inconcebible el magnífico sentimiento de satisfacción que nacía en mi pecho
cuando reflexionaba en mi absoluta seguridad. Durante un período muy largo me
acostumbré a deleitarme en este sentimiento. Me proporcionaba un placer más real
que las ventajas simplemente materiales derivadas de mi crimen. Pero le sucedió,
por fin, una época en que el sentimiento agradable llegó, en gradación casi
imperceptible, a convertirse en una idea obsesiva, torturante. Torturante por lo
obsesiva. Apenas podía librarme de ella por momentos. Es harto común que nos
fastidie el oído, o más bien la memoria, el machacón estribillo de una canción
vulgar o algunos compases triviales de una ópera. El martirio no sería menor si
la canción en sí misma fuera buena o el aria de ópera meritoria. Así es como, al
fin, me descubría permanentemente pensando en mi seguridad y repitiendo en voz
baja la frase: «Estoy a salvo».

Un día, mientras vagabundeaba por las calles, me
sorprendí en el momento de murmurar, casi en voz alta, las palabras
acostumbradas. En un acceso de petulancia les di esta nueva forma: «Estoy a
salvo, estoy a salvo si no soy lo bastante tonto para confesar
abiertamente.»

No bien pronuncié estas palabras, sentí que un frío de
hielo penetraba hasta mi corazón. Tenía ya alguna experiencia de estos accesos
de perversidad (cuya naturaleza he explicado no sin cierto esfuerzo) y recordaba
que en ningún caso había resistido con éxito sus embates. Y ahora, la casual
insinuación de que podía ser lo bastante tonto para confesar el asesinato del
cual era culpable se enfrentaba conmigo como la verdadera sombra de mi asesinado
y me llamaba a la muerte.

Al principio hice un esfuerzo para sacudir esta pesadilla
de mi alma. Caminé vigorosamente, más rápido, cada vez más rápido, para terminar
corriendo. Sentía un deseo enloquecedor de gritar con todas mis fuerzas. Cada
ola sucesiva de mi pensamiento me abrumaba de terror, pues, ay, yo sabía bien,
demasiado bien, que pensar, en mi situación, era estar perdido. Aceleré
aún más el paso. Salté como un loco por las calles atestadas. Al fin, el
populacho se alarmó y me persiguió. Sentí entonces la consumación de mi
destino. Si hubiera podido arrancarme la lengua, lo habría hecho, pero una voz
ruda resonó en mis oídos, una mano más ruda me aferró por el hombro. Me volví,
abrí la boca para respirar. Por un momento experimenté todas las angustias del
ahogo: estaba ciego, sordo, aturdido; y entonces algún demonio invisible -pensé-
me golpeó con su ancha palma en la espalda. El secreto, largo tiempo prisionero,
irrumpió de mi alma.

Dicen que hablé con una articulación clara, pero con
marcado énfasis y apasionada prisa, como si temiera una interrupción antes de
concluir las breves pero densas frases que me entregaban al verdugo y al
infierno.

Después de relatar todo lo necesario para la plena
acusación judicial, caí por tierra desmayado.

Pero, ¿para qué diré más? ¡Hoy tengo estas cadenas y
estoy aquí! ¡Mañana estaré libre! Pero, ¿dónde?

FIN

El Entierro Prematuro – Edgar Allan Poe

Posted in Cuentos de Edgar Allan Poe on 17 junio, 2009 by halloweenpoetico


Hay ciertos temas de interés
absorbente, pero demasiado horribles para ser objeto de una obra de mera
ficción. Los simples novelistas deben evitarlos si no quieren ofender o
desagradar. Sólo se tratan con propiedad cuando lo grave y majestuoso de la
verdad los santifican y sostienen. Nos estremecemos, por ejemplo, con el más
intenso "dolor agradable" ante los relatos del paso del Beresina, del terremoto
de Lisboa, de la peste de Londres y de la matanza de San Bartolomé o de la
muerte por asfixia de los ciento veintitrés prisioneros en el Agujero Negro de
Calcuta. Pero en estos relatos lo excitante es el hecho, la realidad, la
historia. Como ficciones, nos parecerían sencillamente abominables. He
mencionado algunas de las más destacadas y augustas calamidades que registra la
historia, pero en ellas el alcance, no menos que el carácter de la calamidad, es
lo que impresiona tan vivamente la imaginación. No necesito recordar al lector
que, del largo y horrible catálogo de miserias humanas, podría haber escogido
muchos ejemplos individuales más llenos de sufrimiento esencial que cualquiera
de esos inmensos desastres generales. La verdadera desdicha, la aflicción
última, en realidad es particular, no difusa. ¡Demos gracias a Dios
misericordioso que los horrorosos extremos de agonía los sufra el hombre
individualmente y nunca en masa!

Ser enterrado vivo es, sin ningún género de duda, el más
terrorífico extremo que jamás haya caído en suerte a un simple mortal. Que le ha
caído en suerte con frecuencia, con mucha frecuencia, nadie con capacidad de
juicio lo negará. Los límites que separan la vida de la muerte son, en el mejor
de los casos, borrosos e indefinidos… ¿Quién podría decir dónde termina uno y
dónde empieza el otro? Sabemos que hay enfermedades en las que se produce un
cese total de las funciones aparentes de la vida, y, sin embargo, ese cese no es
más que una suspensión, para llamarle por su nombre. Hay sólo pausas temporales
en el incomprensible mecanismo. Transcurrido cierto período, algún misterioso
principio oculto pone de nuevo en movimiento los mágicos piñones y las ruedas
fantásticas. La cuerda de plata no quedó suelta para siempre, ni
irreparablemente roto el vaso de oro. Pero, entretanto, ¿dónde estaba el alma?
Sin embargo, aparte de la inevitable conclusión a priori de que tales
causas deben producir tales efectos, de que los bien conocidos casos de vida en
suspenso, una y otra vez, provocan inevitablemente entierros prematuros, aparte
de esta consideración, tenemos el testimonio directo de la experiencia médica y
del vulgo que prueba que en realidad tienen lugar un gran número de estos
entierros. Yo podría referir ahora mismo, si fuera necesario, cien ejemplos bien
probados. Uno de características muy asombrosas, y cuyas circunstancias igual
quedan aún vivas en la memoria de algunos de mis lectores, ocurrió no hace mucho
en la vecina ciudad de Baltimore, donde causó una conmoción penosa, intensa y
muy extendida. La esposa de uno de los más respetables ciudadanos -abogado
eminente y miembro del Congreso- fue atacada por una repentina e inexplicable
enfermedad, que burló el ingenio de los médicos. Después de padecer mucho murió,
o se supone que murió. Nadie sospechó, y en realidad no había motivos para
hacerlo, de que no estaba verdaderamente muerta. Presentaba todas las
apariencias comunes de la muerte. El rostro tenía el habitual contorno contraído
y sumido. Los labios mostraban la habitual palidez marmórea. Los ojos no tenían
brillo. Faltaba el calor. Cesaron las pulsaciones. Durante tres días el cuerpo
estuvo sin enterrar, y en ese tiempo adquirió una rigidez pétrea. Resumiendo, se
adelantó el funeral por el rápido avance de lo que se supuso era descomposición.

La dama fue depositada en la cripta familiar, que
permaneció cerrada durante los tres años siguientes. Al expirar ese plazo se
abrió para recibir un sarcófago, pero, ¡ay, qué terrible choque esperaba al
marido cuando abrió personalmente la puerta! Al empujar los portones, un objeto
vestido de blanco cayó rechinando en sus brazos. Era el esqueleto de su mujer
con la mortaja puesta.

Una cuidadosa investigación mostró la evidencia de que
había revivido a los dos días de ser sepultada, que sus luchas dentro del ataúd
habían provocado la caída de éste desde una repisa o nicho al suelo, y al
romperse el féretro pudo salir de él. Apareció vacía una lámpara que
accidentalmente se había dejado llena de aceite, dentro de la tumba; puede, no
obstante, haberse consumido por evaporación. En los peldaños superiores de la
escalera que descendía a la espantosa cripta había un trozo del ataúd, con el
cual, al parecer, la mujer había intentado llamar la atención golpeando la
puerta de hierro. Mientras hacía esto, probablemente se desmayó o quizás murió
de puro terror, y al caer, la mortaja se enredó en alguna pieza de hierro que
sobresalía hacia dentro. Allí quedó y así se pudrió, erguida.

En el año 1810 tuvo lugar en Francia un caso de
inhumación prematura, en circunstancias que contribuyen mucho a justificar la
afirmación de que la verdad es más extraña que la ficción. La heroína de la
historia era mademoiselle [señorita] Victorine Lafourcade, una joven de ilustre
familia, rica y muy guapa. Entre sus numerosos pretendientes se contaba Julien
Bossuet, un pobre littérateur [literato] o periodista de París. Su talento y su
amabilidad habían despertado la atención de la heredera, que, al parecer, se
había enamorado realmente de él, pero el orgullo de casta la llevó por fin a
rechazarlo y a casarse con un tal Monsieur [señor] Rénelle, banquero y
diplomático de cierto renombre. Después del matrimonio, sin embargo, este
caballero descuidó a su mujer y quizá llegó a pegarle. Después de pasar unos
años desdichados ella murió; al menos su estado se parecía tanto al de la muerte
que engañó a todos quienes la vieron. Fue enterrada, no en una cripta, sino en
una tumba común, en su aldea natal. Desesperado y aún inflamado por el recuerdo
de su cariño profundo, el enamorado viajó de la capital a la lejana provincia
donde se encontraba la aldea, con el romántico propósito de desenterrar el
cadáver y apoderarse de sus preciosos cabellos. Llegó a la tumba. A medianoche
desenterró el ataúd, lo abrió y, cuando iba a cortar los cabellos, se detuvo
ante los ojos de la amada, que se abrieron. La dama había sido enterrada viva.
Las pulsaciones vitales no habían desaparecido del todo, y las caricias de su
amado la despertaron de aquel letargo que equivocadamente había sido confundido
con la muerte. Desesperado, el joven la llevó a su alojamiento en la aldea.
Empleó unos poderosos reconstituyentes aconsejados por sus no pocos
conocimientos médicos. En resumen, ella revivió. Reconoció a su salvador.
Permaneció con él hasta que lenta y gradualmente recobró la salud. Su corazón no
era tan duro, y esta última lección de amor bastó para ablandarlo. Lo entregó a
Bossuet. No volvió junto a su marido, sino que, ocultando su resurrección, huyó
con su amante a América. Veinte años después, los dos regresaron a Francia,
convencidos de que el paso del tiempo había cambiado tanto la apariencia de la
dama, que sus amigos no podrían reconocerla. Pero se equivocaron, pues al primer
encuentro monsieur Rénelle reconoció a su mujer y la reclamó. Ella rechazó la
reclamación y el tribunal la apoyó, resolviendo que las extrañas circunstancias
y el largo período transcurrido habían abolido, no sólo desde un punto de vista
equitativo, sino legalmente la autoridad del marido.

La Revista de Cirugía de Leipzig, publicación de gran
autoridad y mérito, que algún editor americano haría bien en traducir y
publicar, relata en uno de los últimos números un acontecimiento muy penoso que
presenta las mismas características.

Un oficial de artillería, hombre de gigantesca estatura y
salud excelente, fue derribado por un caballo indomable y sufrió una contusión
muy grave en la cabeza, que le dejó inconsciente. Tenía una ligera fractura de
cráneo pero no se percibió un peligro inmediato. La trepanación se hizo con
éxito. Se le aplicó una sangría y se adoptaron otros muchos remedios comunes.
Pero cayó lentamente en un sopor cada vez más grave y por fin se le dio por
muerto.

Hacía calor y lo enterraron con prisa indecorosa en uno
de los cementerios públicos. Sus funerales tuvieron lugar un jueves. Al domingo
siguiente, el parque del cementerio, como de costumbre, se llenó de visitantes,
y alrededor del mediodía se produjo un gran revuelo, provocado por las palabras
de un campesino que, habiéndose sentado en la tumba del oficial, había sentido
removerse la tierra, como si alguien estuviera luchando abajo. Al principio
nadie prestó demasiada atención a las palabras de este hombre, pero su evidente
terror y la terca insistencia con que repetía su historia produjeron, al fin, su
natural efecto en la muchedumbre. Algunos con rapidez consiguieron unas palas, y
la tumba, vergonzosamente superficial, estuvo en pocos minutos tan abierta que
dejó al descubierto la cabeza de su ocupante. Daba la impresión de que estaba
muerto, pero aparecía casi sentado dentro del ataúd, cuya tapa, en furiosa
lucha, había levantado parcialmente. Inmediatamente lo llevaron al hospital más
cercano, donde se le declaró vivo, aunque en estado de asfixia. Después de unas
horas volvió en sí, reconoció a algunas personas conocidas, y con frases
inconexas relató sus agonías en la tumba.

Por lo que dijo, estaba claro que la víctima mantuvo la
conciencia de vida durante más de una hora después de la inhumación, antes de
perder los sentidos. Habían rellenado la tumba, sin percatarse, con una tierra
muy porosa, sin aplastar, y por eso le llegó un poco de aire. Oyó los pasos de
la multitud sobre su cabeza y a su vez trató de hacerse oír. El tumulto en el
parque del cementerio, dijo, fue lo que seguramente lo despertó de un profundo
sueño, pero al despertarse se dio cuenta del espantoso horror de su situación.
Este paciente, según cuenta la historia, iba mejorando y parecía encaminado
hacia un restablecimiento definitivo, cuando cayó víctima de la charlatanería de
los experimentos médicos. Se le aplicó la batería galvánica y expiró de pronto
en uno de esos paroxismos estáticos que en ocasiones produce.

La mención de la batería galvánica, sin embargo, me trae
a la memoria un caso bien conocido y muy extraordinario, en que su acción
resultó ser la manera de devolver la vida a un joven abogado de Londres que
estuvo enterrado dos días. Esto ocurrió en 1831, y entonces causó profunda
impresión en todas partes, donde era tema de conversación.

El paciente, el señor Edward Stapleton, había muerto,
aparentemente, de fiebre tifoidea acompañada de unos síntomas anómalos que
despertaron la curiosidad de sus médicos. Después de su aparente fallecimiento,
se pidió a sus amigos la autorización para un examen postmórtem (autopsia), pero
éstos se negaron. Como sucede a menudo ante estas negativas, los médicos
decidieron desenterrar el cuerpo y examinarlo a conciencia, en privado.
Fácilmente llegaron a un arreglo con uno de los numerosos grupos de ladrones de
cadáveres que abundan en Londres, y la tercera noche después del entierro el
supuesto cadáver fue desenterrado de una tumba de ocho pies de profundidad y
depositado en el quirófano de un hospital privado.

Al practicársele una incisión de cierta longitud en el
abdomen, el aspecto fresco e incorrupto del sujeto sugirió la idea de aplicar la
batería. Hicieron sucesivos experimentos con los efectos acostumbrados, sin nada
de particular en ningún sentido, salvo, en una o dos ocasiones, una apariencia
de vida mayor de la norma en cierta acción convulsiva.

Era ya tarde. Iba a amanecer y se creyó oportuno, al fin,
proceder inmediatamente a la disección. Pero uno de los estudiosos tenía un
deseo especial de experimentar una teoría propia e insistió en aplicar la
batería a uno de los músculos pectorales. Tras realizar una tosca incisión, se
estableció apresuradamente un contacto; entonces el paciente, con un movimiento
rápido pero nada convulsivo, se levantó de la mesa, caminó hacia el centro de la
habitación, miró intranquilo a su alrededor unos instantes y entonces habló. Lo
que dijo fue ininteligible, pero pronunció algunas palabras, y silabeaba
claramente. Después de hablar, se cayó pesadamente al suelo.

Durante unos momentos todos se quedaron paralizados de
espanto, pero la urgencia del caso pronto les devolvió la presencia de ánimo. Se
vio que el señor Stapleton estaba vivo, aunque sin sentido. Después de
administrarle éter volvió en sí y rápidamente recobró la salud, retornando a la
sociedad de sus amigos, a quienes, sin embargo, se les ocultó toda noticia sobre
la resurrección hasta que ya no se temía una recaída. Es de imaginar la
maravilla de aquellos y su extasiado asombro.

El dato más espeluznante de este incidente, sin embargo,
se encuentra en lo que afirmó el mismo señor Stapleton. Declaró que en ningún
momento perdió todo el sentido, que de un modo borroso y confuso percibía todo
lo que le estaba ocurriendo desde el instante en que fuera declarado muerto por
los médicos hasta cuando cayó desmayado en el piso del hospital. "Estoy vivo",
fueron las incomprendidas palabras que, al reconocer la sala de disección, había
intentado pronunciar en aquel grave instante de peligro.

Sería fácil multiplicar historias como éstas, pero me
abstengo, porque en realidad no nos hacen falta para establecer el hecho de que
suceden entierros prematuros. Cuando reflexionamos, en las raras veces en que,
por la naturaleza del caso, tenemos la posibilidad de descubrirlos, debemos
admitir que tal vez ocurren más frecuentemente de lo que pensamos. En realidad,
casi nunca se han removido muchas tumbas de un cementerio, por alguna razón, sin
que aparecieran esqueletos en posturas que sugieren la más espantosa de las
sospechas. La sospecha es espantosa, pero es más espantoso el destino. Puede
afirmarse, sin vacilar, que ningún suceso se presta tanto a llevar al colmo de
la angustia física y mental como el enterramiento antes de la muerte. La
insoportable opresión de los pulmones, las emanaciones sofocantes de la tierra
húmeda, la mortaja que se adhiere, el rígido abrazo de la estrecha morada, la
oscuridad de la noche absoluta, el silencio como un mar que abruma, la invisible
pero palpable presencia del gusano vencedor; estas cosas, junto con los deseos
del aire y de la hierba que crecen arriba, con el recuerdo de los queridos
amigos que volarían a salvarnos si se enteraran de nuestro destino, y la
conciencia de que nunca podrán saberlo, de que nuestra suerte irremediable es la
de los muertos de verdad, estas consideraciones, digo, llevan el corazón aún
palpitante a un grado de espantoso e insoportable horror ante el cual la
imaginación más audaz retrocede. No conocemos nada tan angustioso en la Tierra,
no podemos imaginar nada tan horrible en los dominios del más profundo Infierno.
Y por eso todos los relatos sobre este tema despiertan un interés profundo,
interés que, sin embargo, gracias a la temerosa reverencia hacia este tema,
depende justa y específicamente de nuestra creencia en la verdad del asunto
narrado. Lo que voy a contar ahora es mi conocimiento real, mi experiencia
efectiva y personal..

Durante varios años sufrí ataques de ese extraño
trastorno que los médicos han decidido llamar catalepsia, a falta de un nombre
que mejor lo defina. Aunque tanto las causas inmediatas como las
predisposiciones e incluso el diagnóstico de esta enfermedad siguen siendo
misteriosas, su carácter evidente y manifiesto es bien conocido. Las variaciones
parecen serlo, principalmente, de grado. A veces el paciente se queda un solo
día o incluso un período más breve en una especie de exagerado letargo. Está
inconsciente y externamente inmóvil, pero las pulsaciones del corazón aún se
perciben débilmente; quedan unos indicios de calor, una leve coloración persiste
en el centro de las mejillas y, al aplicar un espejo a los labios, podemos
detectar una torpe, desigual y vacilante actividad de los pulmones. Otras veces
el trance dura semanas e incluso meses, mientras el examen más minucioso y las
pruebas médicas más rigurosas no logran establecer ninguna diferencia material
entre el estado de la víctima y lo que concebimos como muerte absoluta. Por
regla general, lo salvan del entierro prematuro sus amigos, que saben que sufría
anteriormente de catalepsia, y la consiguiente sospecha, pero sobre todo le
salva la ausencia de corrupción. La enfermedad, por fortuna, avanza
gradualmente. Las primeras manifestaciones, aunque marcadas, son inequívocas.
Los ataques son cada vez más característicos y cada uno dura más que el
anterior. En esto reside la mayor seguridad, de cara a evitar la inhumación. El
desdichado cuyo primer ataque tuviera la gravedad con que en ocasiones se
presenta, sería casi inevitablemente llevado vivo a la tumba.

Mi propio caso no difería en ningún detalle importante de
los mencionados en los textos médicos. A veces, sin ninguna causa aparente, me
hundía poco a poco en un estado de semisíncope, o casi desmayo, y ese estado,
sin dolor, sin capacidad de moverme, o realmente de pensar, pero con una borrosa
y letárgica conciencia de la vida y de la presencia de los que rodeaban mi cama,
duraba hasta que la crisis de la enfermedad me devolvía, de repente, el perfecto
conocimiento. Otras veces el ataque era rápido, fulminante. Me sentía enfermo,
aterido, helado, con escalofríos y mareos, y, de repente, me caía postrado.
Entonces, durante semanas, todo estaba vacío, negro, silencioso y la nada se
convertía en el universo. La total aniquilación no podía ser mayor. Despertaba,
sin embargo, de estos últimos ataques lenta y gradualmente, en contra de lo
repentino del acceso. Así como amanece el día para el mendigo que vaga por las
calles en la larga y desolada noche de invierno, sin amigos ni casa, así lenta,
cansada, alegre volvía a mí la luz del alma. Pero, aparte de esta tendencia al
síncope, mi salud general parecía buena, y no hubiera podido percibir que sufría
esta enfermedad, a no ser que una peculiaridad de mi sueño pudiera considerarse
provocada por ella. Al despertarme, nunca podía recobrar en seguida el uso
completo de mis facultades, y permanecía siempre durante largo rato en un estado
de azoramiento y perplejidad, ya que las facultades mentales en general y la
memoria en particular se encontraban en absoluta suspensión.

En todos mis padecimientos no había sufrimiento físico,
sino una infinita angustia moral. Mi imaginación se volvió macabra. Hablaba de
"gusanos, de tumbas, de epitafios". Me perdía en meditaciones sobre la muerte, y
la idea del entierro prematuro se apoderaba de mi mente. El espeluznante peligro
al cual estaba expuesto me obsesionaba día y noche. Durante el primero, la
tortura de la meditación era excesiva; durante la segunda, era suprema, Cuando
las tétricas tinieblas se extendían sobre la tierra, entonces, presa de los más
horribles pensamientos, temblaba, temblaba como las trémulas plumas de un coche
fúnebre. Cuando mi naturaleza ya no aguantaba la vigilia, me sumía en una lucha
que al fin me llevaba al sueño, pues me estremecía pensando que, al despertar,
podía encontrarme metido en una tumba. Y cuando, por fin, me hundía en el sueño,
lo hacía sólo para caer de inmediato en un mundo de fantasmas, sobre el cual
flotaba con inmensas y tenebrosas alas negras la única, predominante y sepulcral
idea. De las innumerables imágenes melancólicas que me oprimían en sueños elijo
para mi relato una visión solitaria. Soñé que había caído en un trance
cataléptico de más duración y profundidad que lo normal. De repente una mano
helada se posó en mi frente y una voz impaciente, farfullante, susurró en mi
oído: "¡Levántate!"

Me incorporé. La oscuridad era total. No podía ver la
figura del que me había despertado. No podía recordar ni la hora en que había
caído en trance, ni el lugar en que me encontraba. Mientras seguía inmóvil,
intentando ordenar mis pensamientos, la fría mano me agarró con fuerza por la
muñeca, sacudiéndola con petulancia, mientras la voz farfullante decía de
nuevo:

-¡Levántate! ¿No te he dicho que te levantes?

-¿Y tú – pregunté- quién eres?

-No tengo nombre en las regiones donde habito -replicó la
voz tristemente-. Fui un hombre y soy un espectro. Era despiadado, pero soy
digno de lástima. Ya ves que tiemblo. Me rechinan los dientes cuando hablo, pero
no es por el frío de la noche, de la noche eterna. Pero este horror es
insoportable. ¿Cómo puedes dormir tú tranquilo? No me dejan descansar los gritos
de estas largas agonías. Estos espectáculos son más de lo que puedo soportar.
¡Levántate! Ven conmigo a la noche exterior, y deja que te muestre las tumbas.
¿No es este un espectáculo de dolor?… ¡Mira!

Miré, y la figura invisible que aún seguía apretándome la
muñeca consiguió abrir las tumbas de toda la humanidad, y de cada una salían las
irradiaciones fosfóricas de la descomposición, de forma que pude ver sus más
escondidos rincones y los cuerpos amortajados en su triste y solemne sueño con
el gusano. Pero, ¡ay!, los que realmente dormían, aunque fueran muchos millones,
eran menos que los que no dormían en absoluto, y había una débil lucha, y había
un triste y general desasosiego, y de las profundidades de los innumerables
pozos salía el melancólico frotar de las vestiduras de los enterrados. Y, entre
aquellos que parecían descansar tranquilos, vi que muchos habían cambiado, en
mayor o menor grado, la rígida e incómoda postura en que fueron sepultados. Y la
voz me habló de nuevo, mientras contemplaba:

-¿No es esto, ¡ah!, acaso un espectáculo
lastimoso?

Pero, antes de que encontrara palabras para contestar, la
figura había soltado mi muñeca, las luces fosfóricas se extinguieron y las
tumbas se cerraron con repentina violencia, mientras de ellas salía un tumulto
de gritos desesperados, repitiendo: "¿No es esto, ¡Dios mío!, acaso un
espectáculo lastimoso?"

Fantasías como ésta se presentaban por la noche y
extendían su terrorífica influencia incluso en mis horas de vigilia. Mis nervios
quedaron destrozados, y fui presa de un horror continuo. Ya no me atrevía a
montar a caballo, a pasear, ni a practicar ningún ejercicio que me alejara de
casa. En realidad, ya no me atrevía a fiarme de mí lejos de la presencia de los
que conocían mi propensión a la catalepsia, por miedo de que, en uno de esos
ataques, me enterraran antes de conocer mi estado realmente. Dudaba del cuidado
y de la lealtad de mis amigos más queridos. Temía que, en un trance más largo de
lo acostumbrado, se convencieran de que ya no había remedio. Incluso llegaba a
temer que, como les causaba muchas molestias, quizá se alegraran de considerar
que un ataque prolongado era la excusa suficiente para librarse definitivamente
de mí. En vano trataban de tranquilizarme con las más solemnes promesas. Les
exigía, con los juramentos más sagrados, que en ninguna circunstancia me
enterraran hasta que la descomposición estuviera tan avanzada, que impidiese la
conservación. Y aun así mis terrores mortales no hacían caso de razón alguna, no
aceptaban ningún consuelo. Empecé con una serie de complejas precauciones. Entre
otras, mandé remodelar la cripta familiar de forma que se pudiera abrir
fácilmente desde dentro. A la más débil presión sobre una larga palanca que se
extendía hasta muy dentro de la cripta, se abrirían rápidamente los portones de
hierro. También estaba prevista la entrada libre de aire y de luz, y adecuados
recipientes con alimentos y agua, al alcance del ataúd preparado para recibirme.
Este ataúd estaba acolchado con un material suave y cálido y dotado de una tapa
elaborada según el principio de la puerta de la cripta, incluyendo resortes
ideados de forma que el más débil movimiento del cuerpo sería suficiente para
que se soltara. Aparte de esto, del techo de la tumba colgaba una gran campana,
cuya soga pasaría (estaba previsto) por un agujero en el ataúd y estaría atada a
una mano del cadáver. Pero, ¡ay!, ¿de qué sirve la precaución contra el destino
del hombre? ¡Ni siquiera estas bien urdidas seguridades bastaban para librar de
las angustias más extremas de la inhumación en vida a un infeliz destinado a
ellas!

Llegó una época -como me había ocurrido antes a menudo-
en que me encontré emergiendo de un estado de total inconsciencia a la primera
sensación débil e indefinida de la existencia. Lentamente, con paso de tortuga,
se acercaba el pálido amanecer gris del día psíquico. Un desasosiego aletargado.
Una sensación apática de sordo dolor. Ninguna preocupación, ninguna esperanza,
ningún esfuerzo. Entonces, después de un largo intervalo, un zumbido en los
oídos. Luego, tras un lapso de tiempo más largo, una sensación de hormigueo o
comezón en las extremidades; después, un período aparentemente eterno de
placentera quietud, durante el cual las sensaciones que se despiertan luchan por
transformarse en pensamientos; más tarde, otra corta zambullida en la nada;
luego, un súbito restablecimiento. Al fin, el ligero estremecerse de un párpado;
e inmediatamente después, un choque eléctrico de terror, mortal e indefinido,
que envía la sangre a torrentes desde las sienes al corazón. Y entonces, el
primer esfuerzo por pensar. Y entonces, el primer intento de recordar. Y
entonces, un éxito parcial y evanescente. Y entonces, la memoria ha recobrado
tanto su dominio, que, en cierta medida, tengo conciencia de mi estado. Siento
que no me estoy despertando de un sueño corriente. Recuerdo que he sufrido de
catalepsia. Y entonces, por fin, como si fuera la embestida de un océano, el
único peligro horrendo, la única idea espectral y siempre presente abruma mi
espíritu estremecido.

Unos minutos después de que esta fantasía se apoderase de
mí, me quedé inmóvil. ¿Y por qué? No podía reunir valor para moverme. No me
atrevía a hacer el esfuerzo que desvelara mi destino, sin embargo algo en mi
corazón me susurraba que era seguro. La desesperación -tal como ninguna otra
clase de desdicha produce-, sólo la desesperación me empujó, después de una
profunda duda, a abrir mis pesados párpados. Los levanté. Estaba oscuro, todo
oscuro. Sabía que el ataque había terminado. Sabía que la situación crítica de
mi trastorno había pasado. Sabía que había recuperado el uso de mis facultades
visuales, y, sin embargo, todo estaba oscuro, oscuro, con la intensa y absoluta
falta de luz de la noche que dura para siempre.

Intenté gritar, y mis labios y mi lengua reseca se
movieron convulsivamente, pero ninguna voz salió de los cavernosos pulmones,
que, oprimidos como por el peso de una montaña, jadeaban y palpitaban con el
corazón en cada inspiración laboriosa y difícil.  El movimiento de las
mandíbulas, en el esfuerzo por gritar, me mostró que estaban atadas, como se
hace con los muertos. Sentí también que yacía sobre una materia dura, y algo
parecido me apretaba los costados. Hasta entonces no me había atrevido a mover
ningún miembro, pero al fin levanté con violencia mis brazos, que estaban
estirados, con las muñecas cruzadas. Chocaron con una materia sólida, que se
extendía sobre mi cuerpo a no más de seis pulgadas de mi cara. Ya no dudaba de
que reposaba al fin dentro de un ataúd.

Y entonces, en medio de toda mi infinita desdicha, vino
dulcemente la esperanza, como un querubín, pues pensé en mis precauciones. Me
retorcí e hice espasmódicos esfuerzos para abrir la tapa: no se movía. Me toqué
las muñecas buscando la soga: no la encontré. Y entonces mi consuelo huyó para
siempre, y una desesperación aún más inflexible reinó triunfante pues no pude
evitar percatarme de la ausencia de las almohadillas que había preparado con
tanto cuidado, y entonces llegó de repente a mis narices el fuerte y peculiar
olor de la tierra húmeda. La conclusión era irresistible. No estaba en la
cripta. Había caído en trance lejos de casa, entre desconocidos, no podía
recordar cuándo y cómo, y ellos me habían enterrado como a un perro, metido en
algún ataúd común, cerrado con clavos, y arrojado bajo tierra, bajo tierra y
para siempre, en alguna tumba común y anónima.

Cuando este horrible convencimiento se abrió paso con
fuerza hasta lo más íntimo de mi alma, luché una vez más por gritar. Y este
segundo intento tuvo éxito. Un largo, salvaje y continuo grito o alarido de
agonía resonó en los recintos de la noche subterránea.

-Oye, oye, ¿qué es eso? -dijo una áspera voz, como
respuesta.

-¿Qué diablos pasa ahora? -dijo un segundo..

-¡Fuera de ahí! -dijo un tercero.

-¿Por qué aúlla de esa manera, como un gato montés? -dijo
un cuarto.

Y entonces unos individuos de aspecto rudo me sujetaron y
me sacudieron sin ninguna consideración. No me despertaron del sueño, pues
estaba completamente despierto cuando grité, pero me devolvieron la plena
posesión de mi memoria.

Esta aventura ocurrió cerca de Richmond, en Virginia.
Acompañado de un amigo, había bajado, en una expedición de caza, unas millas por
las orillas del río James. Se acercaba la noche cuando nos sorprendió una
tormenta. La cabina de una pequeña chalupa anclada en la corriente y cargada de
tierra vegetal nos ofreció el único refugio asequible. Le sacamos el mayor
provecho posible y pasamos la noche a bordo. Me dormí en una de las dos literas;
no hace falta describir las literas de una chalupa de sesenta o setenta
toneladas. La que yo ocupaba no tenía ropa de cama. Tenía una anchura de
dieciocho pulgadas. La distancia entre el fondo y la cubierta era exactamente la
misma. Me resultó muy difícil meterme en ella. Sin embargo, dormí profundamente,
y toda mi visión -pues no era ni un sueño ni una pesadilla- surgió naturalmente
de las circunstancias de mi postura, de la tendencia habitual de mis
pensamientos, y de la dificultad, que ya he mencionado, de concentrar mis
sentidos y sobre todo de recobrar la memoria durante largo rato después de
despertarme. Los hombres que me sacudieron eran los tripulantes de la chalupa y
algunos jornaleros contratados para descargarla. De la misma carga procedía el
olor a tierra. La venda en torno a las mandíbulas era un pañuelo de seda con el
que me había atado la cabeza, a falta de gorro de dormir.

Las torturas que soporté, sin embargo, fueron
indudablemente iguales en aquel momento a las de la verdadera sepultura. Eran de
un horror inconcebible, increíblemente espantosas; pero del mal procede el bien,
pues su mismo exceso provocó en mi espíritu una reacción inevitable. Mi alma
adquirió temple, vigor. Salí fuera. Hice ejercicios duros. Respiré aire puro.
Pensé en más cosas que en la muerte. Abandoné mis textos médicos. Quemé el libro
de Buchan. No leí más pensamientos nocturnos, ni grandilocuencias sobre
cementerios, ni cuentos de miedo como éste. En muy poco tiempo me convertí en un
hombre nuevo y viví una vida de hombre. Desde aquella noche memorable descarté
para siempre mis aprensiones sepulcrales y con ellas se desvanecieron los
achaques catalépticos, de los cuales quizá fueran menos consecuencia que causa.
Hay momentos en que, incluso para el sereno ojo de la razón, el mundo de nuestra
triste humanidad puede parecer el infierno, pero la imaginación del hombre no es
Caratis para explorar con impunidad todas sus cavernas. ¡Ay!, la torva legión de
los terrores sepulcrales no se puede considerar como completamente imaginaria,
pero los demonios, en cuya compañía Afrasiab hizo su viaje por el Oxus, tienen
que dormir o nos devorarán…, hay que permitirles que duerman, o
pereceremos.


El Coloquio de Monos y Una – Edgar Allan Poe

Posted in Cuentos de Edgar Allan Poe on 17 junio, 2009 by halloweenpoetico

Μέλλοντα ταύτα
Cosas del futuro inmediato.
(Sófocles,
Antígona)

Una.-¿Resucitado?

Monos.-Sí, hermosa y muy amada Una, «resucitado». Ésta
era la palabra sobre cuyo místico sentido medité tanto tiempo, rechazando la
explicación sacerdotal, hasta que la muerte misma me develó el
secreto.

Una.-¡La muerte!

Monos.-¡De qué extraña manera, dulce Una, repites mis
palabras! Observo que tu paso vacila y que hay una jubilosa inquietud en tus
ojos. Te sientes confundida, oprimida por la majestuosa novedad de la vida
eterna. Sí, nombré a la muerte. Y aquí… ¡cuán singularmente suena esa palabra
que antes llevaba el terror a todos los corazones, que manchaba todos los
placeres!

Una.-¡Ah, muerte, espectro presente en todas las
fiestas! ¡Cuántas veces, Monos, nos perdimos en especulaciones sobre su
naturaleza! ¡Cuan misteriosa se erguía como un límite a la beatitud humana…
diciéndole: «Hasta aquí, y no más»! Aquel profundo amor recíproco, Monos, que
ardía en nuestro pecho… ¡cuán vanamente nos jactamos, en la felicidad de sus
primeras palpitaciones, de que nuestra felicidad se fortalecería en la suya!
¡Ay, a medida que crecía aumentaba también en nuestros corazones el temor de
aquella hora aciaga que acudía precipitada a separarnos! Y así, con el tiempo,
el amor se nos hizo penoso. Y el odio hubiera sido una misericordia.

Monos.-No hables aquí de aquellas penas, querida Una…
¡ahora para siempre, para siempre mía!

Una.-Pero el recuerdo del dolor pasado, ¿no es
alegría presente? Mucho tengo que decir aún de las cosas que fueron. Ardo sobre
todo por conocer los incidentes de tu pasaje a través del oscuro Valle y de la
Sombra.

Monos.-¿Y cuándo la radiante Una pidió en vano alguna cosa a
su Monos? Todo te lo narraré en detalle… Pero, ¿dónde habrá de empezar el
sobrecogedor relato?

Una.-¿Dónde?

Monos.-Sí.

Una.-Te comprendo. En la muerte hemos aprendido ambos la
propensión del hombre a definir lo indefinible. No te diré, pues, que comiences
por el momento en que cesó tu vida, sino en aquel triste, triste instante
cuando, habiéndote abandonado la fiebre, te hundiste en un sopor sin aliento ni
movimiento y yo te cerré los pálidos párpados con los apasionados dedos del
amor.

Monos.-Permíteme decir algo, Una, acerca de la condición
general de los hombres en aquella época. Recordarás que uno o dos sabios entre
nuestros antecesores -sabios de verdad, aunque no gozaran de la estimación del
mundo- se habían atrevido a poner en duda la propiedad de la palabra «progreso»
aplicada al avance de nuestra civilización. En cada uno de los cinco o seis
siglos que precedieron nuestra disolución, hubo momentos en los cuales surgió
algún intelecto vigoroso que contendía audazmente por aquellos principios cuya
verdad parece ahora tan evidente a nuestra razón despojada de sus franquicias;
principios que deberían haber enseñado a nuestra raza a someterse a la guía de
las leyes naturales, en vez de pretender dirigirlas. Muy de tiempo en tiempo
aparecían mentes geniales que consideraban cada avance de la ciencia práctica
como un retroceso con respecto a la verdadera utilidad. En ocasiones, la
inteligencia poética -esa inteligencia que, ahora lo sabemos, era la más excelsa
de todas, pues aquellas verdades de imperecedera importancia para nosotros sólo
podían ser alcanzadas por la analogía, que habla irrebatiblemente a la
sola imaginación y que no pesa en la razón aislada-, esa inteligencia poética se
adelantó en ocasiones a la evolución de la vaga concepción filosófica y halló en
la mística parábola que habla del árbol de la ciencia y de su fruto prohibido y
letal, un claro indicio de que el conocimiento no era bueno para el hombre en
esa etapa aún infantil de su alma. Y aquellos poetas, que vivieron y murieron
despreciados por los «utilitaristas» -zafios pedantes que se arrogaban un título
que sólo merecían los despreciados por ellos-, aquellos poetas evocaron
dolorosa, pero sabiamente, los días de antaño, cuando nuestras necesidades eran
tan simples como penetrantes nuestros gozos, días en que el regocijo era
una palabra desconocida, tan profundamente solemne era la felicidad; santos,
augustos y beatos días en que los ríos azules corrían sin diques entre colinas
intactas, penetrando en las soledades de las florestas primitivas, fragantes e
inexploradas.

Y, sin embargo, aquellas nobles excepciones a la falsa
regla general sólo servían para reforzarla por contraste. ¡Ay, habíamos llegado
a los más aciagos de nuestros aciagos días! El gran «movimiento» -tal era la
jerigonza que se empleaba- seguía adelante; era una perturbación mórbida, tanto
moral como física. El arte -en sus diversas formas- erguíase supremo, y, una vez
entronizado, encadenaba al intelecto que lo había elevado al poder. Como el
hombre no podía dejar de reconocer la majestad de la Naturaleza, incurría en
pueriles entusiasmos por su creciente dominio sobre los elementos de aquélla.
Mientras se pavoneaba como un dios en su propia fantasía, lo dominaba una
imbecilidad infantil. Tal como era de suponer por el origen de su trastorno,
sufrió la infección de los sistemas y de la abstracción. Se envolvió en
generalidades. Entre otras ideas extrañas, la de la igualdad universal ganó
terreno, y aun frente a la analogía y a Dios, a pesar de las claras advertencias
de las leyes de gradación que tan visiblemente dominan todas las cosas en
la tierra y en el cielo, se empeñó obstinado en lograr una democracia que
imperara por doquier.

Y, sin embargo, este mal surgía necesariamente del mal
principal, el Conocimiento. El hombre no podía al mismo tiempo conocer y
someterse. Entretanto, se alzaron enormes e innumerables ciudades humeantes. Las
verdes hojas se arrugaban ante el ardiente aliento de los hornos. El bello
rostro de la Naturaleza se deformó como si lo arrasara alguna horrorosa
enfermedad. Y pienso, dulce Una, que nuestro sentido de lo que es forzado y
artificial, aun a medias dormido, podría habernos detenido en ese punto. Pero
habíamos preparado el camino de la destrucción al pervertir nuestro gusto
o más bien al descuidar ciegamente su cultivo en las escuelas. Pues en
verdad, frente a aquella crisis, tan sólo el gusto -esa facultad que, ocupando
una situación intermedia entre el intelecto puro y el sentido moral, jamás podía
ser descuidada sin peligro- habría podido devolvernos dulcemente a la Belleza, a
la Naturaleza y a la Vida, ¡ay del espíritu puramente contemplativo y la magna
intuición de Platón! ¡Ay de la (
μουσική,
que aquel sabio consideraba con justicia educación suficiente para el alma! ¡Ay
de él y de ella! ¡Cuando más desesperadamente se los necesitaba, más olvidados o
despreciados estaban!

Pascal, un filósofo que tú y yo amamos, ¡cuan
verdaderamente ha dicho que tout notre misonnement se réduit à ceder au
sentiment
! Y no es imposible que el sentimiento de lo natural, de
haberlo permitido el tiempo, hubiese recobrado su antiguo ascendiente sobre la
dura razón matemática de las escuelas. Pero ello no pudo ser. Prematuramente
descarriada por la intemperancia del conocimiento, la vejez del mundo se
acentuó. La masa de la humanidad no lo advertía, o bien, viviendo
depravadamente, aunque sin felicidad, pretendía no advertirlo. En cuanto a mí,
los documentos de la tierra me habían enseñado que las ruinas más grandes son el
precio de las más altas civilizaciones. Había adquirido una presciencia de
nuestro destino por comparación con China, la simple y duradera; con Asiria, la
arquitecta; con Egipto, el astrólogo; con Nubia, más sutil que ninguna, madre
turbulenta de todas las artes. En la historia de aquellas regiones atisbé un
rayo del futuro. Las artificialidades individuales de las tres últimas nombradas
eran enfermedades locales de la tierra, y en sus caídas individuales habíamos
visto la aplicación de remedios locales; pero en la infección general del mundo
yo no podía anticipar regeneración alguna, salvo en la muerte. Para que el
hombre no se extinguiera como raza, comprendí que era necesario que
resucitara.

Y entonces, muy hermosa y muy amada, diariamente
envolvimos en sueños nuestros espíritus. Y entonces, al atardecer, discurrimos
sobre los días que vendrían, cuando la superficie de la tierra, llena de
cicatrices del Arte, después de sufrir la única purificación que borraría sus
obscenidades rectangulares, volviera a vestirse con el verdor, las colinas y las
sonrientes aguas del Paraíso, y se convirtiera, por fin, en la morada
conveniente para el hombre; para el hombre purgado por la Muerte, para el hombre
en cuyo sublimado intelecto el conocimiento dejaría de ser un veneno… para el
hombre redimido, regenerado, venturoso y ahora inmortal, aunque material
siempre.

Una.-Bien recuerdo aquellas conversaciones, querido Monos;
pero la época de la ígnea destrucción no estaba tan cercana como creíamos, como
la corrupción de que has hablado nos permitía con tanta seguridad creer. Los
hombres vivían y luego morían individualmente. También tú enfermaste y
descendiste a la tumba, y allí te siguió pronto tu fiel Una. Y aunque el siglo
transcurrido desde entonces, y cuya conclusión nos ha reunido nuevamente, no
torturó nuestros adormilados sentidos con la impaciencia del tiempo, de todas
maneras, Monos mío, fue un siglo.

Monos.-Di más bien que fue un punto en el vago infinito. Mi
muerte se produjo, es verdad, durante la decrepitud de la tierra. Cansado mi
corazón por las angustias que nacían de aquel tumulto y corrupción generales,
sucumbí víctima de una terrible fiebre. Tras algunos días de dolor y muchos de
un delirio soñoliento colmado de éxtasis, cuyas manifestaciones tomaste por
sufrimientos sin que yo pudiera comunicarte la verdad… después de unos días,
como has dicho, me invadió un sopor que me privó del aliento y del movimiento, y
aquellos que me rodeaban lo llamaron Muerte.

Las palabras son cosas vagas. Mi estado no me privaba de
sensibilidad. Parecíame semejante a la quietud de aquel que, después de dormir
larga y profundamente, inmóvil y postrado en un día estival, empieza a recobrar
lentamente la conciencia, por agotamiento natural de su sueño, y sin que ninguna
perturbación exterior lo despierte.

No respiraba. El pulso estaba detenido. El corazón había
cesado de latir. La voluntad permanecía, pero era impotente. Mis sentidos se
mostraban insólitamente activos, aunque caprichosos, usurpándose al azar sus
funciones. El gusto y el olfato estaban inextricablemente confundidos,
constituyendo un solo sentido anormal e intenso. El agua de rosas con la
cual tu ternura había humedecido mis labios hasta el fin provocaba en mí
bellísimas fantasías florales; flores fantásticas, mucho más hermosas que las de
la vieja tierra, pero cuyos prototipos vemos florecer ahora en torno de
nosotros. Los párpados, transparentes y exangües, no se oponían completamente a
la visión. Como la voluntad se hallaba suspendida, las pupilas no podían girar
en las órbitas, pero veía con mayor o menor claridad todos los objetos al
alcance del hemisferio visual; los rayos que caían sobre la parte externa de la
retina o en el ángulo del ojo producían un efecto más vívido que aquellos que
incidían en la superficie frontal o anterior. Empero, en el primer caso, este
efecto era tan anómalo que sólo lo aprehendía como sonido -dulce o
discordante, según que los objetos presentes a mi lado fueran claros u oscuros,
curvos o angulosos-. El oído, aunque mucho más sensible, no tenía nada de
irregular en su acción y apreciaba los sonidos reales con una precisión y una
sensibilidad exageradísimas. El tacto había sufrido una alteración más extraña.
Recibía con retardo las impresiones, pero las retenía pertinazmente,
produciéndose siempre el más grande de los placeres físicos. Así, la presión de
tus dulces dedos sobre mis párpados, sólo reconocidos al principio por la
visión, llenaron más tarde todo mi ser de una inconmensurable delicia sensual.
Sí, de una delicia sensual. Todas mis percepciones eran puramente
sensuales. Los elementos proporcionados por los sentidos al pasivo cerebro no
eran elaborados en absoluto por aquella inteligencia muerta. Poco dolor sentía y
mucho placer; pero ningún dolor o placer morales. Así, tus desgarradores
sollozos flotaban en mi oído con todas sus dolorosas cadencias y eran apreciados
por aquél en cada una de sus tristes variaciones; pero eran tan sólo suaves
sonidos musicales; no provocaban en la extinta razón la sospecha de las
angustias de donde nacían, y así también las copiosas y continuas lágrimas que
caían sobre mi rostro, y que para todos los asistentes eran testimonio de un
corazón destrozado, estremecían de éxtasis cada fibra de mi ser. Y ésa era la
Muerte, de la cual los presentes hablaban reverentemente, susurrando, y
tú, dulce Una, entre sollozos y gritos.

Me prepararon para el ataúd -tres o cuatro figuras
sombrías que iban continuamente de un lado a otro-. Cuando atravesaban la línea
directa de mi visión, las sentía como formas, pero al colocarse a mi lado
sus imágenes me impresionaban con la idea de alaridos, gemidos y otras atroces
expresiones del horror y la desesperación. Sólo tú, vestida de blanco, pasabas
musicalmente para mí en todas direcciones.

Transcurrió el día y, a medida que la luz se degradaba,
me sentí poseído por un vago malestar, una ansiedad como la que experimenta el
durmiente cuando llegan a su oído constantes y tristes sones, lejanas y
profundas campanadas solemnes, a intervalos prolongados, pero iguales, y
entremezclándose con sueños melancólicos. Anocheció y con la sombra vino una
pesada aflicción. Oprimía mi cuerpo como si pesara sobre él, y era palpable.
Oíase asimismo una lamentación, semejante al lejano fragor de la resaca, pero
más continuo, y que, nacido con el crepúsculo, había ganado en fuerza a medida
que crecía la oscuridad. De pronto, la habitación se llenó de luces y aquel
fragor se cambió en frecuentes estallidos desiguales del mismo sonido, pero
menos lóbrego y menos distinto. La penosa opresión que me agobiaba disminuyó
mucho y, emanando de la llama de cada lámpara-pues había varias-, fluyó hasta
mis oídos un canto continuo de melodiosa monotonía. Y cuando tú, querida Una,
acercándote al lecho donde yacía yo tendido, te sentaste gentilmente a mi lado,
perfumándome con tus dulces labios, y los posaste en mi frente, surgió entonces
en mi pecho, trémulo, mezclándose con las sensaciones meramente físicas que las
circunstancias engendraban, algo que se parecía al sentimiento, un sentir que en
parte aprehendí, y en parte respondía a tu profundo amor y a tu tristeza; pero
aquel sentir no tenía sus raíces en el inmóvil corazón, y más parecía una sombra
que una realidad; pronto se desvaneció, primero en un profundo reposo, y luego
en un placer puramente sensual como antes.

Y entonces, del naufragio y el caos de los sentidos
usuales pareció nacer en mí un sexto sentido, absolutamente perfecto. Hallé en
su ejercicio una extraña delicia, que seguía siendo una delicia física en cuanto
el entendimiento no participaba de ella. En el ser animal todo movimiento había
cesado. No se estremecía ningún músculo, no vibraba ningún nervio, no latía
ninguna arteria. Pero en mi cerebro parecía haber surgido eso para lo
cual no hay palabras que puedan dar una concepción aun borrosa a la inteligencia
meramente humana. Permíteme denominarlo una pulsación pendular mental. Era la
encarnación moral de la idea humana abstracta del Tiempo. La absoluta
coordinación de este movimiento o de alguno equivalente había regulado los
cielos de los globos celestes. Por él medía ahora las irregularidades del reloj
colocado sobre la chimenea y de los relojes de los presentes. Sus latidos
llegaban sonoros a mis oídos. La más ligera desviación de la medida exacta (y
esas desviaciones prevalecían en todos ellos) me afectaban del mismo modo que
las violaciones de la verdad abstracta afectan en la tierra el sentido moral.
Aunque ninguno de los relojes en la habitación coincidía con otro en marcar
exactamente los segundos, no me costaba, sin embargo, retener el tono y los
errores momentáneos de cada uno. Y este penetrante, perfecto sentimiento de
duración existente por sí mismo, este sentimiento existente (como el
hombre no podría haber imaginado que existiera) con independencia de toda
sucesión de eventos, esta idea, este sexto sentido, brotando de las cenizas de
todo el resto, fue el primer evidente y seguro paso del alma intemporal en los
umbrales de la Eternidad temporal.

Era ya media noche y tú seguías a mi lado. Los demás
habíanse marchado de la cámara mortuoria. Descansaba yo en el ataúd. Las
lámparas ardían intermitentemente, pues así me lo indicaba lo trémulo de las
monótonas melodías. Súbitamente aquellos cantos perdieron claridad y volumen,
hasta cesar del todo. El perfume dejó de impresionar mi olfato. Las formas no
afectaban ya mi visión. El peso de la Tiniebla se alzó por sí mismo de mi pecho.
Un choque apagado, como una descarga eléctrica, recorrió mi cuerpo y fue seguido
por una pérdida total de la idea de contacto. Todo aquello que el hombre llama
sentidos se sumió en la sola conciencia de entidad y en el sentimiento de
duración único que perduraba. El cuerpo mortal había sido al fin golpeado por la
mano de la letal Corrupción.

Y, sin embargo, no toda sensibilidad se había apagado,
pues la conciencia y el sentimiento remanentes cumplían algunas de sus funciones
a través de una letárgica intuición. Apreciaba el espantoso cambio que se estaba
operando en mi carne, y tal como el soñador advierte a voces la presencia
corporal de aquel que se inclina sobre su lecho, así, dulce Una, sentía yo que
aún seguías a mi lado. Y cuando llegó el segundo mediodía, tampoco dejé de tener
conciencia de los movimientos que te alejaron de mi lado, me encerraron en el
ataúd, llevándome a la carroza fúnebre, me transportaron hasta la tumba,
bajándome a ella, amontonando pesadamente la tierra sobre mí, dejándome en la
tiniebla y en la corrupción, entregado a mi triste y solemne sueño en compañía
de los gusanos.

Y aquí, en la prisión que pocos secretos tiene para
revelar, pasaron los días, y las semanas, y los meses, y el alma observaba
atentamente el vuelo de cada segundo, registrándolo sin esfuerzo; sin esfuerzo y
sin objeto.

Pasó un año. La conciencia de ser se había vuelto
de hora en hora más indistinta, y la de mera situación había usurpado en
gran medida su puesto. La idea de entidad estaba confundiéndose con la de
lugar. El angosto espacio que rodeaba lo que había sido el cuerpo iba a
ser ahora el cuerpo mismo. Por fin, como ocurre con frecuencia al durmiente
(sólo el sueño y su mundo permiten figurar la Muerte), tal como a veces
ocurría en la tierra al que estaba sumido en profundo sueño, cuando algún
resplandor lo despertaba a medias, dejándolo empero envuelto en ensoñaciones,
así, a mí, ceñido en el abrazo de la Sombra, me llegó aquella única luz
capaz de sobresaltarme… la luz del Amor duradero. Los hombres acudieron
a cavar en la tumba donde yacía oscuramente. Levantaron la húmeda tierra. Sobre
el polvo de mis huesos bajó el ataúd de Una.

Y otra vez todo fue vacío. La nebulosa se había
extinguido. El débil estremecimiento habíase apagado en reposo. Muchos lustros
transcurrieron. El polvo tornó al polvo. No había ya alimento para el gusano. El
sentimiento de ser había desaparecido por completo y en su lugar, en lugar de
todas las cosas, dominantes y perpetuos, reinaban autocráticamente el Lugar
y el Tiempo. Para eso que no era, para eso que no tenía
forma, para eso que no tenía pensamiento, para eso que no tenía sensibilidad,
para eso que no tenía alma, para eso que no tenía materia, para toda esa nada y,
sin embargo, para toda esa inmortalidad, la tumba era todavía una morada, y las
corrosivas horas, compañeras.

FIN

Berenice – Edgar Allan Poe

Posted in Cuentos de Edgar Allan Poe on 17 junio, 2009 by halloweenpoetico

Dicebant mihi sodales, si sepulchrum
amicae visitarem, curas meas aliquantulum fore levatas.

Ebnaiat

La desdicha es diversa. La desgracia cunde multiforme
sobre la tierra. Desplegada sobre el ancho horizonte como el arco iris, sus
colores son tan variados como los de éste y también tan distintos y tan
íntimamente unidos. ¡Desplegada sobre el ancho horizonte como el arco iris!
¿Cómo es que de la belleza he derivado un tipo de fealdad; de la alianza y la
paz, un símil del dolor? Pero así como en la ética el mal es una consecuencia
del bien, así, en realidad, de la alegría nace la pena. O la memoria de la
pasada beatitud es la angustia de hoy, o las agonías que son se originan en los
éxtasis que pudieron haber sido.

Mi nombre de pila es Egaeus; no mencionaré mi apellido.
Sin embargo, no hay en mi país torres más venerables que mi melancólica y gris
heredad. Nuestro linaje ha sido llamado raza de visionarios, y en muchos
detalles sorprendentes, en el carácter de la mansión familiar en los frescos del
salón principal, en las colgaduras de los dormitorios, en los relieves de
algunos pilares de la sala de armas, pero especialmente en la galería de cuadros
antiguos, en el estilo de la biblioteca y, por último, en la peculiarísima
naturaleza de sus libros, hay elementos más que suficientes para justificar esta
creencia.

Los recuerdos de mis primeros años se relacionan con este
aposento y con sus volúmenes, de los cuales no volveré a hablar. Allí murió mi
madre. Allí nací yo. Pero es simplemente ocioso decir que no había vivido antes,
que el alma no tiene una existencia previa. ¿Lo negáis? No discutiremos el
punto. Yo estoy convencido, pero no trato de convencer. Hay, sin embargo, un
recuerdo de formas aéreas, de ojos espirituales y expresivos, de sonidos
musicales, aunque tristes, un recuerdo que no será excluido, una memoria como
una sombra, vaga, variable, indefinida, insegura, y como una sombra también en
la imposibilidad de librarme de ella mientras brille el sol de mi razón.

En ese aposento nací. Al despertar de improviso de la
larga noche de eso que parecía, sin serlo, la no-existencia, a regiones de
hadas, a un palacio de imaginación, a los extraños dominios del pensamiento y la
erudición monásticos, no es raro que mirara a mi alrededor con ojos asombrados y
ardientes, que malgastara mi infancia entre libros y disipara mi juventud en
ensoñaciones; pero sí es raro que transcurrieran los años y el cenit de la
virilidad me encontrara aún en la mansión de mis padres; sí, es asombrosa la
paralización que subyugó las fuentes de mi vida, asombrosa la inversión total
que se produjo en el carácter de mis pensamientos más comunes. Las realidades
terrenales me afectaban como visiones, y sólo como visiones, mientras las
extrañas ideas del mundo de los sueños se tornaron, en cambio, no en pasto de mi
existencia cotidiana, sino realmente en mi sola y entera existencia.

Berenice y yo éramos primos y crecimos juntos en la
heredad paterna. Pero crecimos de distinta manera: yo, enfermizo, envuelto en
melancolía; ella, ágil, graciosa, desbordante de fuerzas; suyos eran los paseos
por la colina; míos, los estudios del claustro; yo, viviendo encerrado en mí
mismo y entregado en cuerpo y alma a la intensa y penosa meditación; ella,
vagando despreocupadamente por la vida, sin pensar en las sombras del camino o
en la huida silenciosa de las horas de alas negras. ¡Berenice! Invoco su
nombre… ¡Berenice! Y de las grises ruinas de la memoria mil tumultuosos
recuerdos se conmueven a este sonido. ¡Ah, vívida acude ahora su imagen ante mí,
como en los primeros días de su alegría y de su dicha! ¡Ah, espléndida y, sin
embargo, fantástica belleza! ¡Oh sílfide entre los arbustos de Arnheim! ¡Oh
náyade entre sus fuentes! Y entonces, entonces todo es misterio y terror, y una
historia que no debe ser relatada. La enfermedad -una enfermedad fatal- cayó
sobre ella como el simún, y mientras yo la observaba, el espíritu de la
transformación la arrasó, penetrando en su mente, en sus hábitos y en su
carácter, y de la manera más sutil y terrible llegó a perturbar su identidad.
¡Ay! El destructor iba y venía, y la víctima, ¿dónde estaba? Yo no la conocía o,
por lo menos, ya no la reconocía como Berenice.

Entre la numerosa serie de enfermedades provocadas por la
primera y fatal, que ocasionó una revolución tan horrible en el ser moral y
físico de mi prima, debe mencionarse como la más afligente y obstinada una
especie de epilepsia que terminaba no rara vez en catalepsia, estado muy
semejante a la disolución efectiva y de la cual su manera de recobrarse era, en
muchos casos, brusca y repentina. Entretanto, mi propia enfermedad -pues me han
dicho que no debo darle otro nombre-, mi propia enfermedad, digo, crecía
rápidamente, asumiendo, por último, un carácter monomaniaco de una especie nueva
y extraordinaria, que ganaba cada vez más vigor y, al fin, obtuvo sobre mí un
incomprensible ascendiente. Esta monomanía, si así debo llamarla, consistía en
una irritabilidad morbosa de esas propiedades de la mente que la ciencia
psicológica designa con la palabra atención. Es más que probable que no se me
entienda; pero temo, en verdad, que no haya manera posible de proporcionar a la
inteligencia del lector corriente una idea adecuada de esa nerviosa intensidad
del interés con que en mi caso las facultades de meditación (por no emplear
términos técnicos) actuaban y se sumían en la contemplación de los objetos del
universo, aun de los más comunes.

Reflexionar largas horas, infatigable, con la atención
clavada en alguna nota trivial, al margen de un libro o en su tipografía; pasar
la mayor parte de un día de verano absorto en una sombra extraña que caía
oblicuamente sobre el tapiz o sobre la puerta; perderme durante toda una noche
en la observación de la tranquila llama de una lámpara o los rescoldos del
fuego; soñar días enteros con el perfume de una flor; repetir monótonamente
alguna palabra común hasta que el sonido, por obra de la frecuente repetición,
dejaba de suscitar idea alguna en la mente; perder todo sentido de movimiento o
de existencia física gracias a una absoluta y obstinada quietud, largo tiempo
prolongada; tales eran algunas de las extravagancias más comunes y menos
perniciosas provocadas por un estado de las facultades mentales, no único, por
cierto, pero sí capaz de desafiar todo análisis o explicación.

Mas no se me entienda mal. La excesiva, intensa y mórbida
atención así excitada por objetos triviales en sí mismos no debe confundirse con
la tendencia a la meditación, común a todos los hombres, y que se da
especialmente en las personas de imaginación ardiente. Tampoco era, como pudo
suponerse al principio, un estado agudo o una exageración de esa tendencia, sino
primaria y esencialmente distinta, diferente. En un caso, el soñador o el
fanático, interesado en un objeto habitualmente no trivial, lo pierde de vista
poco a poco en una multitud de deducciones y sugerencias que de él proceden,
hasta que, al final de un ensueño colmado a menudo de voluptuosidad, el
incitamentum o primera causa de sus meditaciones desaparece en un
completo olvido. En mi caso, el objeto primario era invariablemente trivial,
aunque asumiera, a través del intermedio de mi visión perturbada, una
importancia refleja, irreal. Pocas deducciones, si es que aparecía alguna,
surgían, y esas pocas retornaban tercamente al objeto original como a su centro.
Las meditaciones nunca eran placenteras, y al cabo del ensueño, la primera
causa, lejos de estar fuera de vista, había alcanzado ese interés
sobrenaturalmente exagerado que constituía el rasgo dominante del mal. En una
palabra: las facultades mentales más ejercidas en mi caso eran, como ya lo he
dicho, las de la atención, mientras en el soñador son las de la especulación.

Mis libros, en esa época, si no servían en realidad para
irritar el trastorno, participaban ampliamente, como se comprenderá, por su
naturaleza imaginativa e inconexa, de las características peculiares del
trastorno mismo. Puedo recordar, entre otros, el tratado del noble italiano
Coelius Secundus Curio De Amplitudine Beati Regni dei, la gran obra de
San Agustín La ciudad de Dios, y la de Tertuliano, De Carne
Christi
, cuya paradójica sentencia: Mortuus est Dei filius; credibili est
quia ineptum est: et sepultus resurrexit; certum est quia impossibili est
,
ocupó mi tiempo íntegro durante muchas semanas de laboriosa e inútil
investigación.

Se verá, pues, que, arrancada de su equilibrio sólo por
cosas triviales, mi razón semejaba a ese risco marino del cual habla Ptolomeo
Hefestión, que resistía firme los ataques de la violencia humana y la feroz
furia de las aguas y los vientos, pero temblaba al contacto de la flor llamada
asfódelo. Y aunque para un observador descuidado pueda parecer fuera de duda que
la alteración producida en la condición moral de Berenice por su desventurada
enfermedad me brindaría muchos objetos para el ejercicio de esa intensa y
anormal meditación, cuya naturaleza me ha costado cierto trabajo explicar, en
modo alguno era éste el caso. En los intervalos lúcidos de mi mal, su calamidad
me daba pena, y, muy conmovido por la ruina total de su hermosa y dulce vida, no
dejaba de meditar con frecuencia, amargamente, en los prodigiosos medios por los
cuales había llegado a producirse una revolución tan súbita y extraña. Pero
estas reflexiones no participaban de la idiosincrasia de mi enfermedad, y eran
semejantes a las que, en similares circunstancias, podían presentarse en el
común de los hombres. Fiel a su propio carácter, mi trastorno se gozaba en los
cambios menos importantes, pero más llamativos, operados en la constitución
física de Berenice, en la singular y espantosa distorsión de su identidad
personal.

En los días más brillantes de su belleza incomparable,
seguramente no la amé. En la extraña anomalía de mi existencia, los sentimientos
en mí nunca venían del corazón, y las pasiones siempre venían de la
inteligencia. A través del alba gris, en las sombras entrelazadas del bosque a
mediodía y en el silencio de mi biblioteca por la noche, su imagen había flotado
ante mis ojos y yo la había visto, no como una Berenice viva, palpitante, sino
como la Berenice de un sueño; no como una moradora de la tierra, terrenal, sino
como su abstracción; no como una cosa para admirar, sino para analizar; no como
un objeto de amor, sino como el tema de una especulación tan abstrusa cuanto
inconexa. Y ahora, ahora temblaba en su presencia y palidecía cuando se
acercaba; sin embargo, lamentando amargamente su decadencia y su ruina, recordé
que me había amado largo tiempo, y, en un mal momento, le hablé de matrimonio.

Y al fin se acercaba la fecha de nuestras nupcias cuando,
una tarde de invierno -en uno de estos días intempestivamente cálidos, serenos y
brumosos que son la nodriza de la hermosa Alción-, me senté, creyéndome solo, en
el gabinete interior de la biblioteca. Pero alzando los ojos vi, ante mí, a
Berenice.

¿Fue mi imaginación excitada, la influencia de la
atmósfera brumosa, la luz incierta, crepuscular del aposento, o los grises
vestidos que envolvían su figura, los que le dieron un contorno tan vacilante e
indefinido? No sabría decirlo. No profirió una palabra y yo por nada del mundo
hubiera sido capaz de pronunciar una sílaba. Un escalofrío helado recorrió mi
cuerpo; me oprimió una sensación de intolerable ansiedad; una curiosidad
devoradora invadió mi alma y, reclinándome en el asiento, permanecí un instante
sin respirar, inmóvil, con los ojos clavados en su persona. ¡Ay! Su delgadez era
excesiva, y ni un vestigio del ser primitivo asomaba en una sola línea del
contorno. Mis ardorosas miradas cayeron, por fin, en su rostro.

La frente era alta, muy pálida, singularmente plácida; y
el que en un tiempo fuera cabello de azabache caía parcialmente sobre ella
sombreando las hundidas sienes con innumerables rizos, ahora de un rubio
reluciente, que por su matiz fantástico discordaban por completo con la
melancolía dominante de su rostro. Sus ojos no tenían vida ni brillo y parecían
sin pupilas, y esquivé involuntariamente su mirada vidriosa para contemplar los
labios, finos y contraídos. Se entreabrieron, y en una sonrisa de expresión
peculiar los dientes de la cambiada Berenice se revelaron lentamente a mis ojos.
¡Ojalá nunca los hubiera visto o, después de verlos, hubiese muerto!

El golpe de una puerta al cerrarse me distrajo y, alzando
la vista, vi que mi prima había salido del aposento. Pero del desordenado
aposento de mi mente, ¡ay!, no había salido ni se apartaría el blanco y horrible
espectro de los dientes. Ni un punto en su superficie, ni una sombra en el
esmalte, ni una melladura en el borde hubo en esa pasajera sonrisa que no se
grabara a fuego en mi memoria. Los vi entonces con más claridad que un momento
antes. ¡Los dientes! ¡Los dientes! Estaban aquí y allí y en todas partes,
visibles y palpables, ante mí; largos, estrechos, blanquísimos, con los pálidos
labios contrayéndose a su alrededor, como en el momento mismo en que habían
empezado a distenderse. Entonces sobrevino toda la furia de mi monomanía y luché
en vano contra su extraña e irresistible influencia. Entre los múltiples objetos
del mundo exterior no tenía pensamientos sino para los dientes. Los ansiaba con
un deseo frenético. Todos los otros asuntos y todos los diferentes intereses se
absorbieron en una sola contemplación. Ellos, ellos eran los únicos presentes a
mi mirada mental, y en su insustituible individualidad llegaron a ser la esencia
de mi vida intelectual. Los observé a todas las luces. Les hice adoptar todas
las actitudes. Examiné sus características. Estudié sus peculiaridades. Medité
sobre su conformación. Reflexioné sobre el cambio de su naturaleza. Me
estremecía al asignarles en imaginación un poder sensible y consciente, y aun,
sin la ayuda de los labios, una capacidad de expresión moral. Se ha dicho bien
de mademoiselle Sallé que tous ses pas étaient des sentiments, y de
Berenice yo creía con la mayor seriedad que toutes ses dents étaient des
idées. Des idées!
¡Ah, éste fue el insensato pensamiento que me destruyó!
Des idées! ¡Ah, por eso era que los codiciaba tan locamente! Sentí que sólo su
posesión podía devolverme la paz, restituyéndome a la razón.

Y la tarde cayó sobre mí, y vino la oscuridad, duró y se
fue, y amaneció el nuevo día, y las brumas de una segunda noche se acumularon y
yo seguía inmóvil, sentado en aquel aposento solitario; y seguí sumido en la
meditación, y el fantasma de los dientes mantenía su terrible ascendiente como
si, con la claridad más viva y más espantosa, flotara entre las cambiantes luces
y sombras del recinto. Al fin, irrumpió en mis sueños un grito como de horror y
consternación, y luego, tras una pausa, el sonido de turbadas voces, mezcladas
con sordos lamentos de dolor y pena. Me levanté de mi asiento y, abriendo de par
en par una de las puertas de la biblioteca, vi en la antecámara a una criada
deshecha en lágrimas, quien me dijo que Berenice ya no existía. Había tenido un
acceso de epilepsia por la mañana temprano, y ahora, al caer la noche, la tumba
estaba dispuesta para su ocupante y terminados los preparativos del entierro.

Me encontré sentado en la biblioteca y de nuevo solo. Me
parecía que acababa de despertar de un sueño confuso y excitante. Sabía que era
medianoche y que desde la puesta del sol Berenice estaba enterrada. Pero del
melancólico periodo intermedio no tenía conocimiento real o, por lo menos,
definido. Sin embargo, su recuerdo estaba repleto de horror, horror más horrible
por lo vago, terror más terrible por su ambigüedad. Era una página atroz en la
historia de mi existencia, escrita toda con recuerdos oscuros, espantosos,
ininteligibles. Luché por descifrarlos, pero en vano, mientras una y otra vez,
como el espíritu de un sonido ausente, un agudo y penetrante grito de mujer
parecía sonar en mis oídos. Yo había hecho algo. ¿Qué era? Me lo pregunté a mí
mismo en voz alta, y los susurrantes ecos del aposento me respondieron: ¿Qué
era?

En la mesa, a mi lado, ardía una lámpara, y había junto a
ella una cajita. No tenía nada de notable, y la había visto a menudo, pues era
propiedad del médico de la familia. Pero, ¿cómo había llegado allí, a mi mesa, y
por qué me estremecí al mirarla? Eran cosas que no merecían ser tenidas en
cuenta, y mis ojos cayeron, al fin, en las abiertas páginas de un libro y en una
frase subrayaba: Dicebant mihi sodales si sepulchrum amicae visitarem, curas
meas aliquantulum fore levatas
. ¿Por qué, pues, al leerlas se me erizaron
los cabellos y la sangre se congeló en mis venas?

Entonces sonó un ligero golpe en la puerta de la
biblioteca; pálido como un habitante de la tumba, entró un criado de puntillas.
Había en sus ojos un violento terror y me habló con voz trémula, ronca, ahogada.
¿Qué dijo? Oí algunas frases entrecortadas. Hablaba de un salvaje grito que
había turbado el silencio de la noche, de la servidumbre reunida para buscar el
origen del sonido, y su voz cobró un tono espeluznante, nítido, cuando me habló,
susurrando, de una tumba violada, de un cadáver desfigurado, sin mortaja y que
aún respiraba, aún palpitaba, aún vivía.

Señaló mis ropas: estaban manchadas de barro, de sangre
coagulada. No dije nada; me tomó suavemente la mano: tenía manchas de uñas
humanas. Dirigió mi atención a un objeto que había contra la pared; lo miré
durante unos minutos: era una pala. Con un alarido salté hasta la mesa y me
apoderé de la caja. Pero no pude abrirla, y en mi temblor se me deslizó de la
mano, y cayó pesadamente, y se hizo añicos; y de entre ellos, entrechocándose,
rodaron algunos instrumentos de cirugía dental, mezclados con treinta y dos
objetos pequeños, blancos, marfilinos, que se desparramaron por el
piso.

FIN

El Barril de Amontillado – Edgar Allan Poe

Posted in Cuentos de Edgar Allan Poe on 17 junio, 2009 by halloweenpoetico


Lo mejor que pude había soportado las mil
injurias de Fortunato. Pero cuando llegó el insulto, juré vengarme. Ustedes, que
conocen tan bien la naturaleza de mi carácter, no llegarán a suponer, no
obstante, que pronunciara la menor palabra con respecto a mi propósito. A la
larga
, yo sería vengado. Este era ya un punto establecido definitivamente.
Pero la misma decisión con que lo había resuelto excluía toda idea de peligro
por mi parte. No solamente tenía que castigar, sino castigar impunemente. Una
injuria queda sin reparar cuando su justo castigo perjudica al vengador.
Igualmente queda sin reparación cuando ésta deja de dar a entender a quien le ha
agraviado que es él quien se venga.

Es preciso entender bien que ni de palabra, ni de obra,
di a Fortunato motivo para que sospechara de mi buena voluntad hacia él.
Continué, como de costumbre, sonriendo en su presencia, y él no podía advertir
que mi sonrisa, entonces, tenía como origen en mí la de arrebatarle la
vida.

Aquel Fortunato tenía un punto débil, aunque, en otros
aspectos, era un hombre digno de toda consideración, y aun de ser temido. Se
enorgullecía siempre de ser un entendido en vinos. Pocos italianos tienen el
verdadero talento de los catadores. En la mayoría, su entusiasmo se adapta con
frecuencia a lo que el tiempo y la ocasión requieren, con objeto de dedicarse a
engañar a los millionaires ingleses y austríacos. En pintura y piedras
preciosas, Fortunato, como todos sus compatriotas, era un verdadero charlatán;
pero en cuanto a vinos añejos, era sincero. Con respecto a esto, yo no difería
extraordinariamente de él. También yo era muy experto en lo que se refiere a
vinos italianos, y siempre que se me presentaba ocasión compraba gran cantidad
de éstos.

Una tarde, casi al anochecer, en plena locura del
Carnaval, encontré a mi amigo. Me acogió con excesiva cordialidad, porque había
bebido mucho. El buen hombre estaba disfrazado de payaso. Llevaba un traje muy
ceñido, un vestido con listas de colores, y coronaba su cabeza con un
sombrerillo cónico adornado con cascabeles. Me alegré tanto de verle, que creí
no haber estrechado jamás su mano como en aquel momento.

-Querido Fortunato -le dije en tono jovial-, éste es un
encuentro afortunado. Pero ¡qué buen aspecto tiene usted hoy! El caso es que he
recibido un barril de algo que llaman amontillado, y tengo mis dudas.

-¿Cómo? -dijo él-. ¿Amontillado? ¿Un barril? ¡Imposible!
¡Y en pleno Carnaval!

-Por eso mismo le digo que tengo mis dudas -contesté-, e
iba a cometer la tontería de pagarlo como si se tratara de un exquisito
amontillado, sin consultarle. No había modo de encontrarle a usted, y temía
perder la ocasión.

-¡Amontillado!

-Tengo mis dudas.

-¡Amontillado!

-Y he de pagarlo.

-¡Amontillado!

-Pero como supuse que estaba usted muy ocupado, iba ahora
a buscar a Luchesi. Él es un buen entendido. Él me dirá…

-Luchesi es incapaz de distinguir el amontillado del
jerez.

-Y, no obstante, hay imbéciles que creen que su paladar
puede competir con el de usted.

-Vamos, vamos allá.

-¿Adónde?

-A sus bodegas.

-No mi querido amigo. No quiero abusar de su amabilidad.
Preveo que tiene usted algún compromiso. Luchesi…

-No tengo ningún compromiso. Vamos.

-No, amigo mío. Aunque usted no tenga compromiso alguno,
veo que tiene usted mucho frío. Las bodegas son terriblemente húmedas; están
materialmente cubiertas de salitre.

-A pesar de todo, vamos. No importa el frío.
¡Amontillado! Le han engañado a usted, y Luchesi no sabe distinguir el jerez del
amontillado.

Diciendo esto, Fortunato me cogió del brazo. Me puse un
antifaz de seda negra y, ciñéndome bien al cuerpo mi roquelaire, me dejé
conducir por él hasta mi palazzo. Los criados no estaban en la casa. Habían
escapado para celebrar la festividad del Carnaval. Ya antes les había dicho que
yo no volvería hasta la mañana siguiente, dándoles órdenes concretas para que no
estorbaran por la casa. Estas órdenes eran suficientes, de sobra lo sabía yo,
para asegurarme la inmediata desaparición de ellos en cuanto volviera las
espaldas.

Cogí dos antorchas de sus hacheros, entregué a Fortunato
una de ellas y le guié, haciéndole encorvarse a través de distintos aposentos
por el abovedado pasaje que conducía a la bodega. Bajé delante de él una larga y
tortuosa escalera, recomendándole que adoptara precauciones al seguirme.
Llegamos, por fin, a los últimos peldaños, y nos encontramos, uno frente a otro,
sobre el suelo húmedo de las catacumbas de los Montresors.

El andar de mi amigo era vacilante, y los cascabeles de
su gorro cónico resonaban a cada una de sus zancadas.

-¿Y el barril? -preguntó.

-Está más allá -le contesté-. Pero observe usted esos
blancos festones que brillan en las paredes de la cueva.

Se volvió hacia mí y me miró con sus nubladas pupilas,
que destilaban las lágrimas de la embriaguez.

-¿Salitre? -me preguntó, por fin.

-Salitre -le contesté-. ¿Hace mucho tiempo que tiene
usted esa tos?

-¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem!
¡Ejem!…!

A mi pobre amigo le fue imposible contestar hasta pasados
unos minutos.

-No es nada -dijo por último.

-Venga -le dije enérgicamente-. Volvámonos. Su salud es
preciosa, amigo mío. Es usted rico, respetado, admirado, querido. Es usted
feliz, como yo lo he sido en otro tiempo. No debe usted malograrse. Por lo que
mí respecta, es distinto. Volvámonos. Podría usted enfermarse y no quiero cargar
con esa responsabilidad. Además, cerca de aquí vive Luchesi…

-Basta -me dijo-. Esta tos carece de importancia. No me
matará. No me moriré de tos.

-Verdad, verdad -le contesté-. Realmente, no era mi
intención alarmarle sin motivo, pero debe tomar precauciones. Un trago de este
medoc le defenderá de la humedad.

Y diciendo esto, rompí el cuello de una botella que se
hallaba en una larga fila de otras análogas, tumbadas en el húmedo
suelo.

-Beba -le dije, ofreciéndole el vino.

Llevóse la botella a los labios, mirándome de soslayo.
Hizo una pausa y me saludó con familiaridad. Los cascabeles sonaron.

-Bebo -dijo- a la salud de los enterrados que descansan
en torno nuestro.

-Y yo, por la larga vida de usted.

De nuevo me cogió de mi brazo y continuamos nuestro
camino.

-Esas cuevas -me dijo- son muy vastas.

-Los Montresors -le contesté- era una grande y numerosa
familia.

-He olvidado cuáles eran sus armas.

-Un gran pie de oro en campo de azur. El pie aplasta a
una serpiente rampante, cuyos dientes se clavan en el talón.

-¡Muy bien! -dijo.

Brillaba el vino en sus ojos y retiñían los cascabeles.
También se caldeó mi fantasía a causa del medoc. Por entre las murallas formadas
por montones de esqueletos, mezclados con barriles y toneles, llegamos a los más
profundos recintos de las catacumbas. Me detuve de nuevo, esta vez me atreví a
coger a Fortunato de un brazo, más arriba del codo.

-El salitre -le dije-. Vea usted cómo va aumentando. Como
si fuera musgo, cuelga de las bóvedas. Ahora estamos bajo el lecho del río. Las
gotas de humedad se filtran por entre los huesos. Venga usted. Volvamos antes de
que sea muy tarde. Esa tos…

-No es nada -dijo-. Continuemos. Pero primero echemos
otro traguito de medoc.

Rompí un frasco de vino de De Grave y se lo ofrecí. Lo
vació de un trago. Sus ojos llamearon con ardiente fuego. Se echó a reír y tiró
la botella al aire con un ademán que no pude comprender.

Le miré sorprendido. El repitió el movimiento, un
movimiento grotesco.

-¿No comprende usted? -preguntó.

-No -le contesté.

-Entonces, ¿no es usted de la hermandad?

-¿Cómo?

-¿No pertenece usted a la masonería?

-Sí, sí -dije-; sí, sí.

-¿Usted? ¡Imposible! ¿Un masón?

-Un masón -repliqué.

-A ver, un signo -dijo.

-Éste -le contesté, sacando de debajo de mi roquelaire
una paleta de albañil.

-Usted bromea -dijo, retrocediéndo unos pasos-. Pero, en
fin, vamos por el amontillado.

-Bien -dije, guardando la herramienta bajo la capa y
ofreciéndole de nuevo mi brazo.

Apoyóse pesadamente en él y seguimos nuestro camino en
busca del amontillado. Pasamos por debajo de una serie de bajísimas bóvedas,
bajamos, avanzamos luego, descendimos después y llegamos a una profunda cripta,
donde la impureza del aire hacía enrojecer más que brillar nuestras antorchas.
En lo más apartado de la cripta descubríase otra menos espaciosa. En sus paredes
habían sido alineados restos humanos de los que se amontonaban en la cueva de
encima de nosotros, tal como en las grandes catacumbas de París.

Tres lados de aquella cripta interior estaban también
adornados del mismo modo. Del cuarto habían sido retirados los huesos y yacían
esparcidos por el suelo, formando en un rincón un montón de cierta altura.
Dentro de la pared, que había quedado así descubierta por el desprendimiento de
los huesos, veíase todavía otro recinto interior, de unos cuatro pies de
profundidad y tres de anchura, y con una altura de seis o siete. No parecía
haber sido construido para un uso determinado, sino que formaba sencillamente un
hueco entre dos de los enormes pilares que servían de apoyo a la bóveda de las
catacumbas, y se apoyaba en una de las paredes de granito macizo que las
circundaban.

En vano, Fortunato, levantando su antorcha casi
consumida, trataba de penetrar la profundidad de aquel recinto. La débil luz nos
impedía distinguir el fondo.

-Adelántese -le dije-. Ahí está el amontillado. Si aquí
estuviera Luchesi…

-Es un ignorante -interrumpió mi amigo, avanzando con
inseguro paso y seguido inmediatamente por mí.

En un momento llegó al fondo del nicho, y, al hallar
interrumpido su paso por la roca, se detuvo atónito y perplejo. Un momento
después había yo conseguido encadenarlo al granito. Había en su superficie dos
argollas de hierro, separadas horizontalmente una de otra por unos dos pies.
Rodear su cintura con los eslabones, para sujetarlo, fue cuestión de pocos
segundos. Estaba demasiado aturdido para ofrecerme resistencia. Saqué la llave y
retrocedí, saliendo del recinto.

-Pase usted la mano por la pared -le dije-, y no podrá
menos que sentir el salitre. Está, en efecto, muy húmeda. Permítame que le
ruegue que regrese. ¿No? Entonces, no me queda más remedio que abandonarlo; pero
debo antes prestarle algunos cuidados que están en mi mano.

-¡El amontillado! -exclamó mi amigo, que no había salido
aún de su asombro.

-Cierto -repliqué-, el amontillado.

Y diciendo estas palabras, me atareé en aquel montón de
huesos a que antes he aludido. Apartándolos a un lado no tardé en dejar al
descubierto cierta cantidad de piedra de construcción y mortero. Con estos
materiales y la ayuda de mi paleta, empecé activamente a tapar la entrada del
nicho. Apenas había colocado al primer trozo de mi obra de albañilería, cuando
me di cuenta de que la embriaguez de Fortunato se había disipado en gran parte.
El primer indicio que tuve de ello fue un gemido apagado que salió de la
profundidad del recinto. No era ya el grito de un hombre embriagado. Se produjo
luego un largo y obstinado silencio. Encima de la primera hilada coloqué la
segunda, la tercera y la cuarta. Y oí entonces las furiosas sacudidas de la
cadena. El ruido se prolongó unos minutos, durante los cuales, para deleitarme
con él, interrumpí mi tarea y me senté en cuclillas sobre los huesos. Cuando se
apaciguó, por fin, aquel rechinamiento, cogí de nuevo la paleta y acabé sin
interrupción las quinta, sexta y séptima hiladas. La pared se hallaba entonces a
la altura de mi pecho. De nuevo me detuve, y, levantando la antorcha por encima
de la obra que había ejecutado, dirigí la luz sobre la figura que se hallaba en
el interior.

Una serie de fuertes y agudos gritos salió de repente de
la garganta del hombre encadenado, como si quisiera rechazarme con violencia
hacia atrás.

Durante un momento vacilé y me estremecí. Saqué mi espada
y empecé a tirar estocadas por el interior del nicho. Pero un momento de
reflexión bastó para tranquilizarme. Puse la mano sobre la maciza pared de
piedra y respiré satisfecho. Volví a acercarme a la pared, y contesté entonces a
los gritos de quien clamaba. Los repetí, los acompañé y los vencí en extensión y
fuerza. Así lo hice, y el que gritaba acabó por callarse.

Ya era medianoche, y llegaba a su término mi trabajo.
Había dado fin a las octava, novena y décima hiladas. Había terminado casi la
totalidad de la oncena, y quedaba tan sólo una piedra que colocar y revocar.
Tenía que luchar con su peso. Sólo parcialmente se colocaba en la posición
necesaria. Pero entonces salió del nicho una risa ahogada, que me puso los pelos
de punta. Se emitía con una voz tan triste, que con dificultad la identifiqué
con la del noble Fortunato. La voz decía:

-¡Ja, ja, ja! ¡Je, je, je! ¡Buena broma, amigo, buena
broma! ¡Lo que nos reiremos luego en el palazzo, ¡je, je, je!, a propósito de
nuestro vino! ¡Je, je, je!

-El amontillado -dije.

-¡Je, je, je! Sí, el amontillado. Pero, ¿no se nos hace
tarde? ¿No estarán esperándonos en el palazzo Lady Fortunato y los demás?
Vámonos.

-Sí -dije-; vámonos ya.

-¡Por el amor de Dios, Montresor!

-Sí -dije-; por el amor de Dios.

En vano me esforcé en obtener respuesta a aquellas
palabras. Me impacienté y llamé en alta voz:

-¡Fortunato!

No hubo respuesta, y volví a llamar.

-¡Fortunato!

Tampoco me contestaron. Introduje una antorcha por el
orificio que quedaba y la dejé caer en el interior. Me contestó sólo un
cascabeleo. Sentía una presión en el corazón, sin duda causada por la humedad de
las catacumbas. Me apresuré a terminar mi trabajo. Con muchos esfuerzos coloqué
en su sitio la última piedra y la cubrí con argamasa. Volví a levantar la
antigua muralla de huesos contra la nueva pared. Durante medio siglo, nadie los
ha tocado.
In pace
requiescat!


El Engaño del Globo – Edgar Allan Poe

Posted in Cuentos de Edgar Allan Poe on 17 junio, 2009 by halloweenpoetico


¡Asombrosas noticias por expreso, vía Norfolk!
¡Travesía del Atlántico en tres días! ¡Extraordinario triunfo de la máquina
volante del señor Monck Mason! ¡Llegada a la isla Sullivan, cerca de Charleston,
Carolina del Sur, del señor Mason, el señor Robert Holland, el señor Henson, el
señor Harrison Ainsworth y otros cuatro pasajeros, a bordo del globo dirigible
Victoria, luego de 75 horas de viaje de costa a costa! ¡Todos los detalles del
vuelo!

El siguiente jeux d’esprit, con los titulares
que preceden en enormes caracteres, abundantemente separados por signos de
admiración, fue publicado por primera vez en el
New York Sun, con
intención de proporcionar alimento indigesto a los
quidnuncs durante las
pocas horas entre los dos correos de Charleston. La conmoción producida y el
arrebato del "único diario que traía las noticias" fue más allá de lo
prodigioso; y, para decir la verdad, si el Victoria "no" efectuó el viaje
reseñado (como aseguran algunos), difícil sería encontrar razones que le
hubiesen impedido llevarlo a cabo.

E.A.P.

¡El gran problema ha sido, por fin, resuelto! ¡Al igual
que la tierra y el océano, el aire ha sido sometido por la ciencia y habrá de
convertirse en un camino tan cómodo como transitado para la humanidad! ¡El
Atlántico ha sido cruzado en globo! ¡Sin dificultad, sin peligro aparente, con
un perfecto dominio de la máquina, y en el periodo inconcebiblemente breve de 75
horas de costa a costa! Gracias a la decisión de uno de nuestros representantes
en Charleston, Carolina del Sur, somos los primeros en proporcionar al público
una crónica detallada de este viaje extraordinario, efectuado entre el sábado 6
del corriente, a las once a.m., y el jueves 9, a las dos p.m., por el señor
Everard Bringhurst, el señor Osborne, sobrino de lord Bentinck; el señor Monck
Mason y el señor Robert Holland, los afamados aeronautas; el señor Harrison
Ainsworth, autor de Jack Sheppard y otras obras; el señor Henson,
diseñador de la reciente y fracasada máquina voladora, y dos marinos de
Woolwich; ocho personas en total. Los detalles que siguen pueden considerarse
auténticos y exactos en todo sentido, pues, con una sola excepción, fueron
copiados verbatim de los diarios de navegación de los señores Monck Mason
y Harrison Ainsworth, a cuya gentileza debe nuestro corresponsal muchas
informaciones verbales sobre el globo, su construcción y otras cuestiones no
menos interesantes. La única alteración del manuscrito recibido se debe a la
necesidad de dar forma coherente e inteligible a la apresurada reseña de nuestro
representante, el señor Forsyth.

El globo

"Dos notorios fracasos recientes -los del señor Henson y
el señor George Cayley- habían debilitado mucho el interés público por la
navegación aérea. El proyecto del señor Henson (que aun los hombres de ciencia
consideraron al comienzo como factible) se fundaba en el principio de un plano
inclinado, lanzado desde una eminencia por una fuerza extrínseca que se
continuaba luego por la revolución de unas paletas que en forma y número
semejaban las de un molino de viento. Empero, las experiencias practicadas con
modelos en la Adelaide Gallery mostraron que la revolución de aquellas paletas
no sólo no impulsaba la máquina, sino que impedía su vuelo. La única fuerza de
propulsión evidente era el ímpetu adquirido durante el descenso por el plano
inclinado, y este ímpetu llevaba más lejos a la máquina cuando las paletas
estaban inmóviles que cuando funcionaban, hecho suficientemente demostrativo de
la inutilidad de estas últimas. Como es natural, en ausencia de la fuerza
propulsora, que era al mismo tiempo sustentadora, la máquina se veía obligada a
descender.

"Esta última consideración movió al señor George Cayley a
adaptar una hélice a alguna máquina que tuviera una fuerza sustentadora
independiente: en una palabra, a un globo. Aquella idea no sólo tenía la novedad
de su especial aplicación práctica. El señor George exhibió un modelo en el
Instituto Politécnico. El principio propulsor se aplicaba aquí a superficies
discontinuas o paletas giratorias. El aparato tenía cuatro paletas, que en la
práctica resultaron completamente ineficaces para mover el globo o ayudarlo en
su ascensión. El proyecto resultó, pues, un fracaso completo.

"En esta coyuntura, el señor Monck Mason (cuyo viaje de
Dover a Weilburg a bordo del globo Nassau provocara tanto entusiasmo en 1837),
concibió la idea de aplicar el principio de la rosca o hélice de Arquímedes a
los efectos de la propulsión en el aire, atribuyendo correctamente el fracaso de
los modelos del señor Henson y de el señor George Cayley a la interrupción de la
superficie en las paletas independientes. Llevó a cabo la primera experiencia
pública en los salones de Willis, pero más tarde trasladó su modelo a la
Adelaide Gallery.

"A semejanza del globo del señor George, su globo era
elipsoidal. Tenía trece pies y seis pulgadas de largo por seis pies y ocho
pulgadas de alto. Contenía unos 320 pies cúbicos de gas; si se introducía
hidrógeno puro, éste podía soportar 21 libras inmediatamente después de haber
sido inflado el globo, antes de que el gas se estropeara o escapara. El peso
total de la máquina y el aparato era de 17 libras, dejando un margen de unas
cuatro libras. Por debajo del centro del globo había una armazón de madera
liviana de unos nueve pies de largo, unida al globo por una red como las que se
usan habitualmente para ese fin. La barquilla, de mimbre se hallaba suspendida
del armazón.

"La hélice consistía en un eje hueco de bronce de 18
pulgadas de largo, en el cual, sobre una semiespiral inclinada en un ángulo de
quince grados, pasaba una serie de radios de alambre de acero de dos pies de
largo, que se proyectaban a un pie de distancia a cada lado. Dichos radios
estaban unidos en sus puntos por dos bandas de alambre aplanado, constituyendo
así el armazón de la hélice, la cual se completaba mediante un forro de seda
impermeabilizada, cortada de manera de seguir la espiral y presentar una
superficie suficientemente unida. La hélice se hallaba sostenida en los dos
extremos de su eje por brazos de bronce, que descendían del armazón superior.
Dichos brazos tenían orificios en la parte inferior, donde los pivotes del eje
podían girar libremente. De la porción del eje más cercana a la barquilla salía
un vástago de acero que conectaba la hélice con el engranaje de una máquina a
resorte fijada en la barquilla. Haciendo funcionar este resorte o cuerda se
lograba que la hélice girara a gran velocidad, comunicando un movimiento
progresivo a la aeronave. Gracias a un timón se hacía tomar a ésta cualquier
rumbo. El resorte era sumamente fuerte comparado con sus dimensiones y podía
levantar 45 libras de peso sobre un rodillo de cuatro pulgadas de diámetro en la
primera vuelta, aumentando gradualmente su poder a medida que adquiría
velocidad. Pesaba en total ocho libras y seis onzas. El gobernalle consistía en
un marco liviano de caña cubierto de seda, parecido a una raqueta; tenía tres
pies de largo y un pie en su parte más ancha. Pesaba dos onzas. Podía
colocárselo horizontalmente, haciéndolo subir y bajar, y moverlo a derecha e
izquierda verticalmente, con lo cual permitía al aeronauta transferir la
resistencia del aire determinada por su inclinación hacia cualquier lado y hacer
que el globo se moviera en dirección opuesta.

"Este modelo (que por falta de tiempo hemos descrito
imperfectamente) fue ensayado en la Adelaida Gallery, donde alcanzó una
velocidad de cinco millas horarias. Aunque parezca extraño, provocó muy poco
interés comparado con la anterior y complicada máquina del señor Henson; tan
dispuesto se muestra el mundo a despreciar toda cosa que se presente llena de
sencillez. Para llevar a cabo el gran desiderátum de la navegación aérea, se
suponía en general que debería llegarse a la complicada aplicación de algún
profundísimo principio de la dinámica.

"Empero, tan satisfecho se sentía el señor Mason del buen
resultado de su invención, que resolvió construir inmediatamente, si era
posible, un globo de capacidad suficiente para probar su eficacia en un viaje
bastante extenso; la intención original consistía en cruzar el Canal de la
Mancha, como se había hecho anteriormente en el globo Nassau. A fin de llevar su
proyecto a la práctica, solicitó y obtuvo el patronazgo del señor Everard
Bringhurst y del señor Osborne, caballeros bien conocidos por su saber
científico y el interés que demostraban por los progresos de la navegación
aérea. A pedido del señor Osborne, el proyecto fue mantenido en el más riguroso
secreto, y las únicas personas al tanto de la idea fueron aquellas que se
ocuparon de la construcción de la máquina. Se construyó ésta bajo la dirección
de los señores Mason, Holland, Bringhurst y Osborne, en la residencia de este
último, cerca de Penstruthal, en Gales. El señor Henson, así como su amigo el
señor Ainsworth, fueron admitidos a una exhibición privada del globo el sábado
pasado, cuando ambos caballeros hacían sus preparativos para ser incluidos entre
los pasajeros del globo. No se nos ha dado la razón por la cual estos caballeros
se agregaron a la expedición, pero dentro de uno o dos días haremos conocer a
nuestros lectores los menores detalles concernientes al extraordinario viaje.

"El globo es de seda, barnizado con goma o caucho
líquido. De vastas dimensiones, contiene más de 40,000 pies cúbicos de gas. Dado
que se utilizó gas de alumbrado en vez de hidrógeno, mucho más costoso, el poder
sustentatorio de la aeronave, completamente inflada y poco después, no sobrepasa
las 2500 libras. El gas de alumbrado no sólo resulta mucho más barato, sino que
es fácilmente obtenible y manejable.

"Debemos al señor Charles Green el uso del gas de
alumbrado para los fines de la aeronavegación. Hasta su descubrimiento, la
inflación de los globos no sólo era sumamente cara, sino de incierto resultado.
Con frecuencia se empleaban dos o tres días en fútiles tentativas para
procurarse suficiente cantidad de hidrógeno para llenar un globo, del cual este
gas tiene gran tendencia a escapar debido a su extremada tenuidad y a su
afinidad con la atmósfera circundante. Un globo suficientemente impermeable como
para conservar su contenido de gas de alumbrado durante seis meses, apenas
alcanzará a mantener seis semanas una carga equivalente de hidrógeno.

"Habiéndose calculado la fuerza de sustentación en 2500
libras, y el peso de todos los viajeros en 1200, quedaba un excedente de 1300,
de los cuales 1200 se integraron con lastre, preparado en sacos de diferente
tamaño, cada uno con su peso marcado, cordajes, barómetros, telescopios,
barriles con provisiones para una quincena, tanques de agua, abrigos, sacos de
noche y otras cosas indispensables, incluido un calentador de café que
funcionaba por medio de cal viva, evitando así por completo el uso del fuego,
justamente considerado como muy peligroso. Todos estos artículos, salvo el
lastre y unas pocas cosas, fueron suspendidos del armazón superior. La barquilla
es proporcionalmente mucho más pequeña y liviana que la que se había colocado en
el primer modelo en escala reducida. Se la construyó de mimbre liviano y
extraordinariamente fuerte a pesar de su frágil aspecto. Tiene unos cuatro pies
de profundidad. El gobernalle es mucho más grande que el del modelo, mientras la
hélice es bastante más pequeña. El globo está provisto de un ancla con varios
ganchos y una cuerdaguía. Esta última es de excepcional importancia y requiere
algunas palabras explicativas para aquellos lectores que no se hallan al tanto
de la misma.

"Tan pronto el globo se aleja de la tierra, queda
sometido a diversas circunstancias que tienden a crear una diferencia en su
peso, aumentando y disminuyendo su fuerza ascensional. Por ejemplo, en la seda
puede depositarse el rocío, hasta pesar varios cientos de libras; preciso es
entonces arrojar lastre, pues de lo contrario la aeronave descenderá. Arrojado
el lastre, si el sol hace evaporar el rocío, dilatando al mismo tiempo el gas
del globo, éste volverá a ascender. Para impedirlo, el único recurso posible
(hasta que el señor Green inventó la cuerdaguía) consistía en dejar escapar un
poco de gas por medio de una válvula. Pero la pérdida de gas supone una pérdida
equivalente de poder ascensional, vale decir que después de un período
relativamente breve el globo mejor construido agotará sus recursos y tendrá que
descender. Esto constituía hasta entonces el gran obstáculo para los viajes
largos.

"La cuerdaguía remedia esta dificultad de la manera más
simple que imaginarse pueda. Consiste en una soga muy larga que cuelga de la
barquilla, destinada a impedir que el globo varíe de altitud bajo ninguna
circunstancia. Si, por ejemplo, se deposita humedad en la cubierta de seda y la
aeronave empieza a descender, no será necesario arrojar lastre para compensar
este aumento de peso, sino que bastará soltar la soga hasta que arrastre por el
suelo todo lo necesario para establecer el equilibrio. Si, por el contrario,
alguna otra circunstancia ocasionara un aligeramiento del globo y su
consiguiente ascenso, se lo contrarresta recogiendo cierta cantidad de soga,
cuyo peso se agrega entonces al del globo. En esta forma el aerostato sólo
subirá y bajará muy poco, y su capacidad de gas y de lastre se mantendrá
invariable. Cuando se vuela sobre una superficie líquida hay que emplear
pequeños barriles de cobre o madera, llenos de una sustancia líquida más liviana
que el agua. Dichos barriles flotan y cumplen la misma función que la soga en
tierra firme. Otra función importante de esta última consiste en señalar la
dirección del globo. Tanto en tierra como en mar, la cuerda arrastra sobre la
superficie y, por tanto, el globo vuela siempre un poco adelantado con respecto
a ella; basta, pues, establecer una relación entre ambos objetos por medio del
compás para establecer el rumbo. Del mismo modo, el ángulo formado por la cuerda
con el eje vertical del globo indica la velocidad de éste. Cuando no hay ningún
ángulo, o, en otras palabras, cuando la cuerda cuelga verticalmente, el aparato
se encuentra estacionario; cuanto más abierto sea el ángulo, es decir, cuanto
más adelante se halle el globo con respecto al extremo de la cuerda, mayor será
la velocidad, y viceversa.

"Como la intención original consistía en cruzar el Canal
de la Mancha y descender lo más cerca posible de París, los viajeros habían
tenido la precaución de proveerse de pasaportes válidos para todos los países
del continente, especificando la naturaleza de la expedición, como en el caso
del viaje del Nassau, y facilitándoles la exención de las formalidades
habituales de las aduanas; acontecimientos inesperados, empero, hicieron
inútiles estos documentos.

"La inflación del globo empezó con la mayor reserva al
amanecer del sábado 6 del corriente, en el gran patio de Wheal-Vor House,
residencia del señor Osborne, a una milla de Penstruthal, Gales del Norte. A las
once y siete minutos los preparativos quedaron terminados, y el globo se elevó
suave pero seguramente en dirección al sur. Durante la primera media hora no se
emplearon ni la hélice ni el gobernalle. Transcribimos ahora el diario de viaje,
según lo recogió el señor Forsyth de los manuscritos de los señores Monck Mason
y Ainsworth. El cuerpo principal del diario es de puño y letra del señor Mason,
al cual se agrega una posdata diaria del señor Ainsworth, quien tiene en
preparación y dará pronto a conocer una crónica tan detallada cuanto apasionante
del viaje."

El diario

"Sábado 6 de abril.-Luego que todos los preparativos que
podían resultar molestos quedaron terminados durante la noche, empezamos la
inflación al alba; una espesa niebla que envolvía los pliegues de la seda y no
nos permitía disponerla debidamente atrasó esta tarea hasta las once de la
mañana. Desamarramos entonces llenos de optimismo y subimos suave pero
continuamente, con un ligero viento del norte que nos llevó hacia el Canal de la
Mancha. Notamos que la fuerza ascensional era mayor de lo que esperábamos; una
vez que hubimos remontado sobrepasando la zona de los acantilados, los rayos
solares influyeron para que nuestro ascenso se hiciera aún más rápido. No quise,
sin embargo, perder gas en esta temprana etapa de nuestra aventura, y decidimos
seguir subiendo. No tardamos en recoger nuestra cuerdaguía, pero, aun después
que hubo dejado de tocar tierra, seguimos subiendo con notable rapidez. El globo
se mostraba insólitamente estable y su aspecto era magnífico. Diez minutos
después de salir, el barómetro indicaba 15,000 pies de altitud. Teníamos un
tiempo excelente, y el panorama de las regiones circundantes, uno de los más
románticos visto desde cualquier lado, era ahora particularmente sublime. Las
numerosas y profundas hondonadas daban la impresión de lagos, a causa de los
densos vapores que las llenaban, y los montes y picos del sudeste, amontonado en
inextricable confusión, sólo admitían ser comparados con las gigantescas
ciudades de las fábulas orientales.

"Nos acercábamos rápidamente a las montañas meridionales,
pero estábamos lo bastante elevados como para franquearlas sin riesgo. Pocos
minutos después las sobrevolamos magníficamente; tanto el señor Ainsworth como
los dos marinos se sorprendieron de su aparente pequeñez vistas desde la
barquilla, ya que la gran altitud de un globo tiende a reducir las desigualdades
de la superficie de la tierra hasta dar la impresión de una continua llanura. A
las once y media, derivando siempre hacia el sur, tuvimos nuestra primera visión
del Canal de Bristol; quince minutos más tarde, los rompientes de la costa se
hallaban debajo de nosotros, e iniciábamos el vuelo sobre el mar. Resolvimos
entonces soltar suficiente gas como para que nuestra cuerdaguía, con las boyas
atadas al extremo, tomara contacto con el agua. Se hizo así de inmediato e
iniciamos un descenso gradual. Veinte minutos más tarde nuestra primera boya
tocó el agua y, cuando la segunda estableció a su vez contacto, quedamos a una
altura estacionaria. Todos estábamos ansiosos por probar la eficacia del
gobernalle y de la hélice, y los hicimos funcionar inmediatamente a fin de
acentuar el rumbo hacia el este, en dirección a París. Gracias al timón, no
tardamos en desviamos en ese sentido, manteniendo el rumbo casi en ángulo recto
con el del viento; luego hicimos funcionar el resorte de la hélice y nos
regocijamos muchísimo al comprobar que nos impulsaba exactamente como queríamos.
En vista de ello lanzamos nueve hurras de todo corazón y arrojamos al mar una
botella conteniendo un pergamino donde se describía brevemente el principio de
la invención.

"Apenas habíamos terminado de expresar nuestro contento,
cuando un accidente inesperado nos descorazonó muchísimo. El vástago de acero
que conectaba el resorte con la hélice se salió bruscamente de su lugar en la
barquilla (a causa de un balanceo de la misma, ocasionado por algún movimiento
de uno de los marinos que habíamos embarcado con nosotros), y quedó colgando
lejos de nuestro alcance, tomado en el pivote del eje de la hélice. Mientras
tratábamos de recuperarlo, y nuestra atención se hallaba por completo absorbida
en esto, nos tomó un fortísimo viento del este que nos llevó con fuerza
creciente rumbo al Atlántico. Pronto nos encontramos volando a un promedio que
ciertamente no era inferior a 50 ó 60 millas por hora, tanto que llegamos a la
altura de Cape Clear, situado a unas 40 millas al norte, antes de haber
asegurado el vástago y tener una idea clara de lo que ocurría.

"Fue entonces cuando el señor Ainsworth formuló una
propuesta extraordinaria, pero que en mi opinión no tenía nada de irrazonable o
de quimérica, y que fue inmediatamente secundada por el señor Holland: quiero
decir que aprovecháramos la fuerte brisa que nos impulsaba y, en lugar de
retroceder rumbo a París, hiciéramos la tentativa de alcanzar la costa de
Norteamérica, la cual (¡cosa rara!) sólo fue objetada por los dos marinos. Pero,
como estábamos en mayoría, dominamos sus temores y decidimos mantener
resueltamente el rumbo. Seguimos, pues, hacia el oeste; pero como el arrastre de
las boyas demoraba nuestro avance y teníamos perfecto dominio sobre el globo,
tanto para subir como para bajar, empezamos por desprendernos de 50 libras de
lastre y luego, por medio de un cabestrante, recogimos la cuerda hasta conseguir
que no tocara la superficie del mar. Inmediatamente notamos el efecto de esta
maniobra, pues aumentó nuestra velocidad y, como el viento acreciera, volamos
con una rapidez casi inconcebible; la cuerdaguía flotaba detrás de la barquilla
como un gallardete en un navío.

"De más está decir que nos bastó poquísimo tiempo para
perder de vista la costa. Pasamos sobre cantidad de navíos de toda clase,
algunos de los cuales trataban de navegar a la bolina, pero en su mayoría se
mantenían a la capa. Provocamos el más extraordinario revuelo a bordo de todos
ellos, revuelo del que gozamos grandemente, y muy especialmente nuestros dos
marineros, que, bajo la influencia de un buen trago de ginebra, se habían
resuelto a tirar por la borda escrúpulo y todo temor. Muchos de aquellos barcos
nos dispararon salvas, y en todos ellos fuimos saludados con sonoros hurras (que
oíamos con notable nitidez) y saludos con gorras y pañuelos. Continuamos en esta
forma durante todo el día sin mayores incidentes, y cuando nos envolvieron las
sombras de la noche, calculamos grosso modo la distancia recorrida, encontrando
que no podía bajar de 500 millas, y probablemente las excedía por mucho. La
hélice funcionaba continuamente y sin duda ayudaba en gran medida a nuestro
avance. Cuando se puso el sol, el viento se convirtió en un verdadero huracán y
el océano era perfectamente visible a causa de su fosforescencia. El viento
sopló del este toda la noche, dándonos los mejores augurios de éxito. Sufrimos
muchísimo a causa del frío, y la humedad atmosférica era harto desagradable;
pero el amplio espacio en la barquilla nos permitía acostarnos, y con ayuda de
nuestras capas y algunos colchones pudimos arreglarnos bastante bien.

"P.S. [por el señor Ainsworth].-Las últimas nueve horas
han sido indiscutiblemente las más apasionantes de mi vida. Imposible imaginar
nada más exaltante que el extraño peligro, que la novedad de una aventura como
ésta. ¡Quiera Dios que triunfemos! No pido el triunfo por la mera seguridad de
mi insignificante persona, sino por el conocimiento de la humanidad y por la
grandeza de semejante triunfo. Sin embargo, la hazaña es tan practicable que me
asombra que los hombres hayan vacilado hasta ahora en intentarla. Basta con que
una galerna como la que ahora nos favorece arrastre un globo durante cuatro o
cinco días (y estos huracanes suelen durar más) para que el viajero se vea
fácilmente transportado de costa a costa. Con un viento semejante el vasto
Atlántico se convierte en un mero lago.

"En este momento lo que más me impresiona es el supremo
silencio que reina en el mar por debajo de nosotros, a pesar de su gran
agitación. Las aguas no hacen oír su voz a los cielos. El inmenso océano
llameante se retuerce y sufre su tortura sin quejarse. Las crestas montañosas
sugieren la idea de innumerables demonios gigantescos y mudos, que luchan en una
imponente agonía. En una noche como ésta, un hombre vive, vive un siglo entero
de vida ordinaria; y no cambiaría yo esta arrebatadora delicia por todo ese
siglo de vida común.

"Domingo 7 [por el señor Mason].-A las diez de la mañana
la galerna amainó hasta convertirse en un viento de ocho o nueve nudos (con
respecto a un barco en alta mar), llevándonos a una velocidad de unas 30 millas
horarias. El viento ha girado considerablemente hacia el norte, y ahora, a la
puesta del sol, mantenemos nuestro rumbo hacia el oeste gracias al gobernalle y
a la hélice, que cumplen sus tareas de manera admirable. Considero que mi
mecanismo ha tenido el mejor de los éxitos, y la navegación aérea hacia
cualquier rumbo (y no a merced de los vientos) deja de ser un problema. Cierto
es que no hubiéramos podido volar en contra del fuerte viento de ayer, pero, en
cambio, ascendiendo, hubiésemos escapado a su influencia de haber sido ello
necesario. Estoy convencido de que con ayuda de la hélice podríamos avanzar
contra un viento bastante intenso. A mediodía alcanzamos una altura de 25,000
pies, luego de arrojar lastre. Buscábamos una corriente de aire más directa,
pero no hallamos ninguna tan favorable como la que seguimos ahora. Tenemos
abundante provisión de gas para cruzar este insignificante charco, aunque el
viaje nos lleve tres semanas. El resultado final no me inspira el más mínimo
temor. Las dificultades de la empresa han sido extrañamente exageradas y mal
entendidas. Puedo elegir mi viento más favorable y, en caso de que todos los
vientos fuesen contrarios, la hélice me permitiría seguir adelante. No ha habido
ningún incidente digno de mención. La noche se anuncia muy serena.

"P.S. [por el señor Ainsworth].-Poco tengo que anotar,
salvo que, para mi sorpresa, a una altura igual a la del Cotopaxi no he sentido
ni mucho frío, ni dificultad respiratoria o jaqueca. Todos mis compañeros
coinciden conmigo; tan sólo el señor Osborne se quejó de cierta opresión en los
pulmones, pero pronto se le pasó. Hemos volado a gran velocidad durante el día y
debemos hallarnos a más de la mitad del Atlántico. Pasamos sobre veinte o
treinta navíos de diversos tipos, y todos ellos se mostraron jubilosamente
asombrados. Cruzar el océano en globo no es, después de todo, una hazaña tan
ardua. Omne ignotum pro magnifico. Detalle interesante: a 25,000 pies de
altura el cielo parece casi negro y las estrellas se ven con toda claridad; en
cuanto al mar, no aparece convexo, como podría suponerse, sino total y
absolutamente cóncavo.

"Lunes 8 ([por el señor Mason].-Esta mañana volvimos a
tener algunas dificultades con la varilla de la hélice, que deberá ser
completamente modificada en el futuro, para evitar accidentes serios. Aludo al
vástago de acero y no a las paletas, pues éstas son inmejorables. El viento
sopló constante y fuertemente del norte durante todo el día, y hasta ahora la
fortuna parece dispuesta a favorecemos. Poco antes de aclarar nos alarmaron
algunos extraños ruidos y sacudidas en el globo, que, sin embargo, no tardaron
en cesar. Aquellos fenómenos se debían a la dilatación del gas por el aumento
del calor atmosférico, y la consiguiente ruptura de las menudas partículas de
hielo que se habían formado durante la noche en toda la estructura de tela.
Arrojamos varias botellas a los navíos que encontrábamos. Vimos que una de ellas
era recogida por los tripulantes de un navío, probablemente uno de los
paquebotes que hacen el servicio a Nueva York. Tratamos de leer su nombre, pero
no estamos seguros de haberlo entendido. Con ayuda del catalejo del señor
Osborne desciframos algo así como Atalanta. Ahora es medianoche y seguimos
volando rápidamente hacia el oeste. El mar está muy fosforescente.

"P.S. [por el señor Ainsworth].-Son las dos de la
madrugada y el tiempo sigue muy sereno; resulta difícil saberlo exactamente,
pues el globo se mueve junto con el viento. No he dormido desde que salimos de
Wheal-Vor, pero me es imposible seguir resistiendo y trataré de descansar un
rato. Ya no podemos estar lejos de la costa norteamericana.

"Martes 9 [por el señor Ainsworth].-A la una p.m. Estamos
a la vista de la costa baja de Carolina del Sur. El gran problema ha quedado
resuelto. ¡Hemos cruzado el Atlántico… cómoda y fácilmente, en globo! ¡Alabado
sea Dios! ¿Quién dirá desde hoy que hay algo imposible?"


Así termina el diario de navegación. El señor
Ainsworth, empero, agregó algunos detalles en su conversación con el señor
Forsyth. El tiempo estaba absolutamente calmo cuando los viajeros avistaron la
costa, que fue inmediatamente reconocida por los dos marinos y por el señor
Osbome. Como este último tenía amigos en el fuerte Moultrie, se resolvió
descender en las inmediaciones. Se hizo llegar el globo hasta la altura de la
playa (pues había marea baja, y la arena tan lisa como dura se adaptaba
admirablemente para un descenso) y se soltó el ancla, que no tardó en quedar
firmemente enganchada. Como es natural, los habitantes de la isla y los del
fuerte se precipitaron para contemplar el globo, pero costó muchísimo trabajo
convencerlos de que los viajeros venían… del otro lado del Atlántico. El ancla
se hincó en tierra exactamente a las dos p.m., y el viaje quedó completado en 75
horas, o quizá menos, contando de costa a costa. No ocurrió ningún accidente
serio durante la travesía, ni se corrió peligro alguno. El globo fue desinflado
sin dificultades. En momentos en que la crónica de la cual extraemos esta
narración era despachada desde Charleston, los viajeros se hallaban todavía en
el fuerte Moultrie. No se sabe cuáles son sus intenciones futuras, pero
prometemos a nuestros lectores nuevas informaciones, ya sea el lunes o, a más
tardar, el martes.

Estamos en presencia de la empresa más extraordinaria,
interesante y trascendental jamás cumplida o intentada por el hombre. Vano sería
tratar de deducir en este momento las magníficas consecuencias que de ella
pueden derivarse.

FIN

El Hombre de la Multitud – Edgar Allan Poe

Posted in Cuentos de Edgar Allan Poe on 17 junio, 2009 by halloweenpoetico

Ce grand malheur de ne pouvoir être
seul.

(La
Bruyère)
 

Bien se ha dicho de cierto libro alemán que er lässt
sich nicht lesen
-no se deja leer-. Hay ciertos secretos que no se dejan
expresar. Hay hombres que mueren de noche en sus lechos, estrechando
convulsivamente las manos de espectrales confesores, mirándolos lastimosamente
en los ojos; mueren con el corazón desesperado y apretada la garganta a causa de
esos misterios que no permiten que se los revele. Una y otra vez, ¡ay!,
la conciencia del hombre soporta una carga tan pesada de horror que sólo puede
arrojarla a la tumba. Y así la esencia de todo crimen queda inexpresada. No hace
mucho tiempo, en un atardecer de otoño, hallábame sentado junto a la gran
ventana que sirve de mirador al café D…, en Londres. Después de varios meses
de enfermedad, me sentía convaleciente y con el retorno de mis fuerzas, notaba
esa agradable disposición que es el reverso exacto del ennui; disposición
llena de apetencia, en la que se desvanecen los vapores de la visión interior  
άχλϋς ή
πριν
έπήεν
– y el intelecto
electrizado sobrepasa su nivel cotidiano, así como la vívida aunque ingenua
razón de Leibniz sobrepasa la alocada y endeble retórica de Gorgias. El solo
hecho de respirar era un goce, e incluso de muchas fuentes legítimas del dolor
extraía yo un placer. Sentía un interés sereno, pero inquisitivo, hacia todo lo
que me rodeaba. Con un cigarro en los labios y un periódico en las rodillas, me
había entretenido gran parte de la tarde, ya leyendo los anuncios, ya
contemplando la variada concurrencia del salón, cuando no mirando hacia la calle
a través de los cristales velados por el humo.

Dicha calle es una de las principales avenidas de
la ciudad, y durante todo el día había transitado por ella una densa multitud.
Al acercarse la noche, la afluencia aumentó, y cuando se encendieron las
lámparas pudo verse una doble y continua corriente de transeúntes pasando
presurosos ante la puerta. Nunca me había hallado a esa hora en el café, y el
tumultuoso mar de cabezas humanas me llenó de una emoción deliciosamente nueva.
Terminé por despreocuparme de lo que ocurría adentro y me absorbí en la
contemplación de la escena exterior.

Al principio, mis observaciones tomaron un giro abstracto
y general. Miraba a los viandantes en masa y pensaba en ellos desde el punto de
vista de su relación colectiva. Pronto, sin embargo, pasé a los detalles,
examinando con minucioso interés las innumerables variedades de figuras,
vestimentas, apariencias, actitudes, rostros y expresiones.

La gran mayoría de los que iban pasando tenían un aire
tan serio como satisfecho, y sólo parecían pensar en la manera de abrirse paso
en el apiñamiento. Fruncían las cejas y giraban vivamente los ojos; cuando otros
transeúntes los empujaban, no daban ninguna señal de impaciencia, sino que se
alisaban la ropa y continuaban presurosos. Otros, también en gran número, se
movían incansables, rojos los rostros, hablando y gesticulando consigo mismos
como si la densidad de la masa que los rodeaba los hiciera sentirse solos.
Cuando hallaban un obstáculo a su paso cesaban bruscamente de mascullar pero
redoblaban sus gesticulaciones, esperando con sonrisa forzada y ausente que los
demás les abrieran camino. Cuando los empujaban, se deshacían en saludos hacia
los responsables, y parecían llenos de confusión. Pero, fuera de lo que he
señalado, no se advertía nada distintivo en esas dos clases tan numerosas. Sus
ropas pertenecían a la categoría tan agudamente denominada decente. Se trataba
fuera de duda de gentileshombres, comerciantes, abogados, traficantes y
agiotistas; de los eupátridas y la gente ordinaria de la sociedad; de hombres
dueños de su tiempo, y hombres activamente ocupados en sus asuntos personales,
que dirigían negocios bajo su responsabilidad. Ninguno de ellos llamó mayormente
mi atención.

El grupo de los amanuenses era muy evidente, y en él
discerní dos notables divisiones. Estaban los empleados menores de las casas
ostentosas, jóvenes de ajustadas chaquetas, zapatos relucientes, cabellos con
pomada y bocas desdeñosas. Dejando de lado una cierta apostura que, a falta de
mejor palabra, cabría denominar oficinesca, el aire de dichas personas me
parecía el exacto facsímil de lo que un año o año y medio antes había
constituido la perfección del bon ton. Afectaban las maneras ya
desechadas por la clase media -y esto, creo, da la mejor definición posible de
su clase.

La división formada por los empleados superiores de las
firmas sólidas, los «viejos tranquilos», era inconfundible. Se los reconocía por
sus chaquetas y pantalones negros o castaños, cortados con vistas a la
comodidad; las corbatas y chalecos, blancos; los zapatos, anchos y sólidos, y
las polainas o los calcetines, espesos y abrigados. Todos ellos mostraban
señales de calvicie, y la oreja derecha, habituada a sostener desde hacía mucho
un lapicero, aparecía extrañamente separada. Noté que siempre se quitaban o
ponían el sombrero con ambas manos y que llevaban relojes con cortas cadenas de
oro de maciza y antigua forma. Era la suya la afectación de respetabilidad, si
es que puede existir una afectación tan honorable.

Había aquí y allá numerosos individuos de brillante
apariencia, que fácilmente reconocí como pertenecientes a esa especie de
carteristas elegantes que infesta todas las grandes ciudades. Miré a dicho
personaje con suma detención y me resultó difícil concebir cómo los caballeros
podían confundirlos con sus semejantes. Lo exagerado del puño de sus camisas y
su aire de excesiva franqueza los traicionaba inmediatamente.

Los jugadores profesionales -y había no pocos- eran aún
más fácilmente reconocibles. Vestían toda clase de trajes, desde el pequeño
tahúr de feria, con su chaleco de terciopelo, corbatín de fantasía, cadena
dorada y botones de filigrana, hasta el pillo, vestido con escrupulosa y
clerical sencillez, que en modo alguno se presta a despertar sospechas. Sin
embargo, todos ellos se distinguían por el color terroso y atezado de la piel,
la mirada vaga y perdida y los labios pálidos y apretados. Había, además, otros
dos rasgos que me permitían identificarlos siempre; un tono reservadamente bajo
al conversar, y la extensión más que ordinaria del pulgar, que se abría en
ángulo recto con los dedos. Junto a estos tahúres observé muchas veces a hombres
vestidos de manera algo diferente, sin dejar de ser pájaros del mismo plumaje.
Cabría definirlos como caballeros que viven de su ingenio. Parecen precipitarse
sobre el público en dos batallones: el de los dandys y el de los
militares. En el primer grupo, los rasgos característicos son los cabellos
largos y las sonrisas; en el segundo, los levitones y el aire
cejijunto.

Bajando por la escala de lo que da en llamarse
superioridad social, encontré temas de especulación más sombríos y profundos. Vi
buhoneros judíos, con ojos de halcón brillando en rostros cuyas restantes
facciones sólo expresaban abyecta humildad; empedernidos mendigos callejeros
profesionales, rechazando con violencia a otros mendigos de mejor estampa, a
quienes sólo la desesperación había arrojado a la calle a pedir limosna; débiles
y espectrales inválidos, sobre los cuales la muerte apoyaba una firme mano y que
avanzaban vacilantes entre la muchedumbre, mirando cada rostro con aire de
imploración, como si buscaran un consuelo casual o alguna perdida esperanza;
modestas jóvenes que volvían tarde de su penosa labor y se encaminaban a sus
fríos hogares, retrayéndose más afligidas que indignadas ante las ojeadas de los
rufianes, cuyo contacto directo no les era posible evitar; rameras de toda clase
y edad, con la inequívoca belleza en la plenitud de su feminidad, que llevaba a
pensar en la estatua de Luciano, por fuera de mármol de Paros y por dentro llena
de basura; la horrible leprosa harapienta, en el último grado de la ruina; el
vejestorio lleno de arrugas, joyas y cosméticos, que hace un último esfuerzo
para salvar la juventud; la niña de formas apenas núbiles, pero a quien una
larga costumbre inclina a las horribles coqueterías de su profesión, mientras
arde en el devorador deseo de igualarse con sus mayores en el vicio;
innumerables e indescriptibles borrachos, algunos harapientos y remendados,
tambaleándose, incapaces de articular palabra, amoratado el rostro y opacos los
ojos; otros con ropas enteras aunque sucias, el aire provocador pero vacilante,
gruesos labios sensuales y rostros rubicundos y abiertos; otros vestidos con
trajes que alguna vez fueron buenos y que todavía están cepillados
cuidadosamente, hombres que caminan con paso más firme y más vivo que el
natural, pero cuyos rostros se ven espantosamente pálidos, los ojos inyectados
en sangre, y que mientras avanzan a través de la multitud se toman con dedos
temblorosos todos los objetos a su alcance; y, junto a ellos, pasteleros, mozos
de cordel, acarreadores de carbón, deshollinadores, organilleros, exhibidores de
monos amaestrados, cantores callejeros, los que venden mientras los otros
cantan, artesanos desastrados, obreros de todas clases, vencidos por la fatiga,
y todo ese conjunto estaba lleno de una ruidosa y desordenada vivacidad, que
resonaba discordante en los oídos y creaba en los ojos una sensación
dolorosa.

A medida que la noche se hacía más profunda, también era
más profundo mi interés por la escena; no sólo el aspecto general de la multitud
cambiaba materialmente (pues sus rasgos más agradables desaparecían a medida que
el sector ordenado de la población se retiraba y los más ásperos se reforzaban
con el surgir de todas las especies de infamia arrancadas a sus guaridas por lo
avanzado de la hora), sino que los resplandores del gas, débiles al comienzo de
la lucha contra el día, ganaban por fin ascendiente y esparcían en derredor una
luz agitada y deslumbrante. Todo era negro y, sin embargo, espléndido, como el
ébano con el cual fue comparado el estilo de Tertuliano.

Los extraños efectos de la luz me obligaron a examinar
individualmente las caras de la gente y, aunque la rapidez con que aquel mundo
pasaba delante de la ventana me impedía lanzar más de una ojeada a cada rostro,
me pareció que, en mi singular disposición de ánimo, era capaz de leer la
historia de muchos años en el breve intervalo de una mirada.

Pegada la frente a los cristales, ocupábame en observar
la multitud, cuando de pronto se me hizo visible un rostro (el de un anciano
decrépito de unos sesenta y cinco o setenta años) que detuvo y absorbió al punto
toda mi atención, a causa de la absoluta singularidad de su expresión. Jamás
había visto nada que se pareciese remotamente a esa expresión. Me acuerdo de
que, al contemplarla, mi primer pensamiento fue que, si Retzch la hubiera visto,
la hubiera preferido a sus propias encarnaciones pictóricas del demonio.
Mientras procuraba, en el breve instante de mi observación, analizar el sentido
de lo que había experimentado, crecieron confusa y paradójicamente en mi Cerebro
las ideas de enorme capacidad mental, cautela, penuria, avaricia, frialdad,
malicia, sed de sangre, triunfo, alborozo, terror excesivo, y de intensa,
suprema desesperación. «¡Qué extraordinaria historia está escrita en ese
pecho!», me dije. Nacía en mí un ardiente deseo de no perder de vista a aquel
hombre, de saber más sobre él. Poniéndome rápidamente el abrigo y tomando
sombrero y bastón, salí a la calle y me abrí paso entre la multitud en la
dirección que le había visto tomar, pues ya había desaparecido. Después de
algunas dificultades terminé por verlo otra vez; acercándome, lo seguí de cerca,
aunque cautelosamente, a fin de no llamar su atención. Tenía ahora una buena
oportunidad para examinarlo. Era de escasa estatura, flaco y aparentemente muy
débil. Vestía ropas tan sucias como harapientas; pero, cuando la luz de un farol
lo alumbraba de lleno, pude advertir que su camisa, aunque sucia, era de
excelente tela, y, si mis ojos no se engañaban, a través de un desgarrón del
abrigo de segunda mano que lo envolvía apretadamente alcancé a ver el resplandor
de un diamante y de un puñal. Estas observaciones enardecieron mi curiosidad y
resolví seguir al desconocido a dondequiera que fuese.

Era ya noche cerrada y la espesa niebla húmeda que
envolvía la ciudad no tardó en convertirse en copiosa lluvia. El cambio de
tiempo produjo un extraño efecto en la multitud, que volvió a agitarse y se
cobijó bajo un mundo de paraguas. La ondulación, los empujones y el rumor se
hicieron diez veces más intensos. Por mi parte la lluvia no me importaba mucho;
en mi organismo se escondía una antigua fiebre para la cual la humedad era un
placer peligrosamente voluptuoso. Me puse un pañuelo sobre la boca y seguí
andando. Durante media hora el viejo se abrió camino dificultosamente a lo largo
de la gran avenida, y yo seguía pegado a él por miedo a perderlo de vista. Como
jamás se volvía, no me vio. Entramos al fin en una calle transversal que, aunque
muy concurrida, no lo estaba tanto como la que acabábamos de abandonar.
Inmediatamente advertí un cambio en su actitud. Caminaba más despacio, de manera
menos decidida que antes, y parecía vacilar. Cruzó repetidas veces a un lado y
otro de la calle, sin propósito aparente; la multitud era todavía tan densa que
me veía obligado a seguirlo de cerca. La calle era angosta y larga y la caminata
duró casi una hora, durante la cual los viandantes fueron disminuyendo hasta
reducirse al número que habitualmente puede verse a mediodía en Broadway, cerca
del parque (pues tanta es la diferencia entre una muchedumbre londinense y la de
la ciudad norteamericana más populosa). Un nuevo cambio de dirección nos llevó a
una plaza brillantemente iluminada y rebosante de vida. El desconocido recobró
al punto su actitud primitiva. Dejó caer el mentón sobre el pecho, mientras sus
ojos giraban extrañamente bajo el entrecejo fruncido, mirando en todas
direcciones hacia los que le rodeaban. Se abría camino con firmeza y
perseverancia. Me sorprendió, sin embargo, advertir que, luego de completar la
vuelta a la plaza, volvía sobre sus pasos. Y mucho más me asombró verlo repetir
varias veces el mismo camino, en una de cuyas ocasiones estuvo a punto de
descubrirme cuando se volvió bruscamente.

Otra hora transcurrió en esta forma, al fin de la cual
los transeúntes habían disminuido sensiblemente. Seguía lloviendo con fuerza,
hacía fresco y la gente se retiraba a sus casas. Con un gesto de impaciencia el
errabundo entró en una calle lateral comparativamente desierta. Durante cerca de
un cuarto de milla anduvo por ella con una agilidad que jamás hubiera soñado en
una persona de tanta edad, y me obligó a gastar mis fuerzas para poder seguirlo.
En pocos minutos llegamos a una feria muy grande y concurrida, cuya disposición
parecía ser familiar al desconocido. Inmediatamente recobró su actitud anterior,
mientras se abría paso a un lado y otro, sin propósito alguno, mezclado con la
muchedumbre de compradores y vendedores.

Durante la hora y media aproximadamente que pasamos en el
lugar debí obrar con suma cautela para mantenerme cerca sin ser descubierto.
Afortunadamente llevaba chanclos que me permitían andar sin hacer el menor
ruido. En ningún momento notó el viejo que lo espiaba. Entró de tienda en
tienda, sin informarse de nada, sin decir palabra y mirando las mercancías con
ojos ausentes y extraviados. A esta altura me sentía lleno de asombro ante su
conducta, y estaba resuelto a no perderle pisada hasta satisfacer mi curiosidad.
Un reloj dio sonoramente las once, y los concurrentes empezaron a abandonar la
feria. Al cerrar un postigo, uno de los tenderos empujó al viejo, e
instantáneamente vi que corría por su cuerpo un estremecimiento. Lanzóse a la
calle, mirando ansiosamente en todas direcciones, y corrió con increíble
velocidad por varias callejuelas sinuosas y abandonadas, hasta volver a salir a
la gran avenida de donde habíamos partido, la calle del hotel D… Pero el
aspecto del lugar había cambiado. Las luces de gas brillaban todavía, mas la
lluvia redoblaba su fuerza y sólo alcanzaban a verse contadas personas. El
desconocido palideció. Con aire apesadumbrado anduvo algunos pasos por la
avenida antes tan populosa, y luego, con un profundo suspiro, giró en dirección
al río y, sumergiéndose en una complicada serie de atajos y callejas, llegó
finalmente ante uno de los más grandes teatros de la ciudad. Ya cerraban sus
puertas y la multitud salía a la calle. Vi que el viejo jadeaba como si buscara
aire fresco en el momento en que se lanzaba a la multitud, pero me pareció que
el intenso tormento que antes mostraba su rostro se había calmado un tanto. Otra
vez cayó su cabeza sobre el pecho; estaba tal como lo había visto al comienzo.
Noté que seguía el camino que tomaba el grueso del público, pero me era
imposible comprender lo misterioso de sus acciones.

Mientras andábamos los grupos se hicieron menos compactos
y la inquietud y vacilación del viejo volvieron a manifestarse. Durante un rato
siguió de cerca a una ruidosa banda formada por diez o doce personas; pero poco
a poco sus integrantes se fueron separando, hasta que sólo tres de ellos
quedaron juntos en una calleja angosta y sombría, casi desierta. El desconocido
se detuvo y por un momento pareció perdido en sus pensamientos; luego, lleno de
agitación, siguió rápidamente una ruta que nos llevó a los límites de la ciudad
y a zonas muy diferentes de las que habíamos atravesado hasta entonces. Era el
barrio más ruidoso de Londres, donde cada cosa ostentaba los peores estigmas de
la pobreza y del crimen. A la débil luz de uno de los escasos faroles se veían
altos, antiguos y carcomidos edificios de madera, peligrosamente inclinados de
manera tan rara y caprichosa que apenas sí podía discernirse entre ellos algo
así como un pasaje. Las piedras del pavimento estaban sembradas al azar,
arrancadas de sus lechos por la cizaña. La más horrible inmundicia se acumulaba
en las cunetas. Toda la atmósfera estaba bañada en desolación. Sin embargo, a
medida que avanzábamos los sonidos de la vida humana crecían gradualmente y al
final nos encontramos entre grupos del más vil populacho de Londres, que se
paseaban tambaleantes de un lado a otro. Otra vez pareció reanimarse el viejo,
como una lámpara cuyo aceite está a punto de extinguirse. Otra vez echó a andar
con elásticos pasos. Doblamos bruscamente en una esquina, nos envolvió una luz
brillante y nos vimos frente a uno de los enormes templos suburbanos de la
Intemperancia, uno de los palacios del demonio Ginebra.

Faltaba ya poco para el amanecer, pero gran cantidad de
miserables borrachos entraban y salían todavía por la ostentosa puerta. Con un
sofocado grito de alegría el viejo se abrió paso hasta el interior, adoptó al
punto su actitud primitiva y anduvo de un lado a otro entre la multitud, sin
motivo aparente. No llevaba mucho tiempo así, cuando un súbito movimiento
general hacia la puerta reveló que la casa estaba a punto de ser cerrada. Algo
aún más intenso que la desesperación se pintó entonces en las facciones del
extraño ser a quien venía observando con tanta pertinacia. No vaciló, sin
embargo, en su carrera, sino que con una energía de maniaco volvió sobre sus
pasos hasta el corazón de la enorme Londres. Corrió rápidamente y durante largo
tiempo, mientras yo lo seguía, en el colmo del asombro, resuelto a no abandonar
algo que me interesaba más que cualquier otra cosa. Salió el sol mientras
seguíamos andando y, cuando llegamos de nuevo a ese punto donde se concentra la
actividad comercial de la populosa ciudad, a la calle del hotel D…, la vimos
casi tan llena de gente y de actividad como la tarde anterior. Y aquí,
largamente, entre la confusión que crecía por momentos, me obstiné en mi
persecución del extranjero. Pero, como siempre, andando de un lado a otro, y
durante todo el día no se alejó del torbellino de aquella calle. Y cuando
llegaron las sombras de la segunda noche, y yo me sentía cansado a morir,
enfrenté al errabundo y me detuve, mirándolo fijamente en la cara. Sin reparar
en mí, reanudó su solemne paseo, mientras yo, cesando de perseguirlo, me quedaba
sumido en su contemplación.

-Este viejo -dije por fin-representa el arquetipo y el
genio del profundo crimen. Se niega a estar solo. Es el hombre de la
multitud.
Sería vano seguirlo, pues nada más aprenderé sobre él y sus
acciones. El peor corazón del mundo es un libro más repelente que el
Hortulus
Animae
, y quizá sea una de las grandes mercedes de Dios
el que er lässt sich nicht lesen
.

FIN